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La importancia de la memoria
Las hebras que nos componen (01 de 24)
[Esta entrada es la primera de la serie "Las hebras que nos componen". Todas las entradas pueden verse aquí. Este texto en particular está relacionado con otro, de la serie "Conversaciones con la máquina", que se encuentra aquí].
"¿Quién soy?" es una pregunta que siempre ha estado presente en mi horizonte. Quizás el ser descendiente de europeos en una tierra lejana, o el haber sido un latinoamericano migrante en otras tantas tierras más lejanas aún, ha complicado un poco mi percepción del asunto. El punto es que, más allá de la simple respuesta biológica —soy un individuo de la especie Homo sapiens, con todo lo que tal cosa implica en términos de naturaleza y evolución—, no hay una respuesta simple a mi cuestionamiento.
Porque la identidad es un constructo gaseoso y complejo. La identidad se hace, se rehace, se cambia, se adapta, se descarta y se vuelve a elaborar, a veces siguiendo nuestra propia conveniencia. No es innata: la vamos construyendo de a poco, con las influencias que recibimos desde pequeños, que heredamos incluso, y según nuestras vivencias y necesidades personales. Yo soy un argentino descendiente de italianos porque mis primeras percepciones fueron esas, porque fui educado en un ambiente familiar con esos rasgos geográficos y culturales, porque en la escuela me lo enseñaron así. Pero soy muchas otras cosas más porque yo mismo he agregado esos rasgos, porque los he asumido, y también, por qué no, porque los he creado y agregado a mi perfil a mi gusto e piacere.
A la postre, aquello que somos, ese concepto tan informe que denominamos "identidad", se basa en la acumulación de una miríada de experiencias y momentos, de percepciones y de recuerdos sesgados, que a veces no se apegan demasiado a lo que ocurrió realmente. Todas esas teselas, todos esos hilos, forman ese mosaico (o ese tejido) que conocemos como "memoria". Una memoria personal, que a su vez nos permite construir una identidad individual.
Ahora bien: la suma o la acumulación de todas las memorias de un grupo humano —del tamaño que sea: una familia, un clan, un sindicato, un equipo de trabajo, una comunidad campesina, un estado-nación— es la "memoria social". O "colectiva". Una a través de la cual podemos crear una identidad propia como parte de un grupo.
O de varios. Una mujer indígena, campesina y sindicalista, por ejemplo, puede ser el nodo central de varias identidades que se interpolan (y se interpelan), basadas a su vez en un verdadero abanico de memorias personales y grupales entretejidas en mayor o menor grado.
La memoria social es un conjunto de elementos sumamente frágiles. Volátiles, casi. A veces una fotografía, un manuscrito, un artículo de periódico, un cartel, un libro o un dibujo le dan cierta materialidad y, por ende, aumentan sus posibilidades de supervivencia a lo largo del tiempo. Otras, las más, la memoria colectiva se transmite oralmente: de boca en boca, de mano en mano. Con todo lo que ello supone a nivel de cambios, variaciones, incertidumbres y faltas de certezas.
La memoria es subjetiva. En lo personal, recordamos lo que queremos como queremos. Y en lo colectivo la complejidad aumenta: el recuerdo de un mismo evento puede incluir cientos de miles de versiones, que a veces discrepan o directamente se contradicen. La memoria social de todo un grupo étnico / lingüístico o de un estado-nación está formada por millones de posturas y percepciones distintas — entre las cuales suelen buscarse y rescatarse elementos comunes que estructuren al grupo y le den cohesión.
Además de ponerle cimientos a las identidades individuales y colectivas, la memoria es la base de la "historia", un relato también subjetivo —hay tantas historias como historiadores— que nos dice "qué pasó". Usando la memoria tangible e intangible (pero sobre todo la primera) como materia prima, la historia construye una versión de los hechos pasados para explicar el qué, el cómo, el cuándo, el dónde, y el quién de los hechos.
Y el por qué. Que es la pregunta más espinosa... y la más subjetiva de todas.
Mientras más atrás se remonte la historia, menos memoria intangible (tradición oral, recuerdos) y más tangible (documentos, patrimonio material) se usará para construirla. Y más posibilidades habrá de que esa memoria tangible haya sido producida por una minoría: la que está en el poder, la que puede publicar libros o construir monumentos.
La construcción de identidades y de historias usando memoria social / colectiva es un proceso que no está exento de conflictos. Es un terreno contestado y combatido en donde están presentes tanto los intereses creados como las manipulaciones, mentiras, presiones y censuras.
Los elementos materiales en donde se materializa la memoria se conservan —no siempre completos, no siempre con éxito— en los espacios de gestión de saberes y recuerdos: bibliotecas, archivos, museos, galerías, centros de documentación... No es de extrañar que esos espacios sean objetivos prioritarios en una guerra: es un proceso llamado "memoricidio", a través del cual se busca destruir las bases de la identidad y de la historia del adversario, y eliminar así sus motivos para luchar. Pues el que olvida el pasado —o no puede recordarlo, por la razón que sea— no entiende su presente ni puede construir su futuro.
Pero ese combate por el control de la memoria no siempre asume una forma tan evidente: se da de forma cotidiana dentro de un mismo grupo humano, especialmente por parte de los poderes establecidos (gobiernos, medios, sistemas educativos...). Aquel que controla la memoria y, sobre todo, el que controla su gestión —qué se guarda, qué se elimina, qué se ve, qué se permite— controla el relato y, por ende, la realidad: esto se sabe, esto se dice, esto se guarda, esto se silencia, esto se descarta, esto se elimina.
Grupos humanos enteros, junto a sus memorias, identidades e historias —generaciones y generaciones viviendo, pensando, sintiendo y recordando— desaparecieron de la realidad debido a esas prácticas, y hoy no son siquiera un recuerdo difuso. Y no siempre se trata de grupos conquistados o avasallados: la historia de mis propios tatarabuelos, pobres migrantes italianos en Argentina a finales del siglo XIX, es prácticamente invisible para los registros, los archivos y la Historia oficial. Todo lo que yo sé de ellos se desprende de un puñado ínfimo de recuerdos transmitidos oralmente (y deformados, y desgastados) a través de las décadas. Nadie habla mucho de toda esa "carne de cañón" que llegó a América del Sur acurrucada en las bodegas de cuarta clase de algún barco y que sobrevivió como pudo en la habitación de algún conventillo de mala muerte de algún arrabal de Buenos Aires. Son "nadies". Son "nada", y como tal se los trata.
De ahí la importancia de las bibliotecas — y de los archivos, y de todo lo demás. Si la información es poder, la memoria puede ser mucho, mucho más. Puede convertir a esos "nadies" en "alguien", y a esa "nada" en "algo".
Y de ahí la enorme lucha por el control de esos espacios. A veces a través de acciones directas, otras mediante mecanismos mucho más sutiles. Si revisamos las colecciones de cualquiera de nuestras bibliotecas, parece que los únicos que han producido conocimiento son hombres blancos y académicos; las mujeres, los pueblos indígenas, las comunidades afro, y muchos, muchísimos otros grupos sociales parecen no existir allí. Con los documentos de archivo ocurre lo mismo: ¿dónde están las voces de mis bisabuelos, y de todos sus vecinos de esos barrios periféricos de Buenos Aires? ¿Dónde están sus avatares y sus luchas, y todas sus muchas derrotas? ¿Dónde están las vivencias de todas esas mujeres que se dejaron la vida para sacar a sus familias adelante? ¿Dónde están las historias "pequeñas" de todos esos colectivos, y de tantos otros, sistemáticamente ninguneados e invisibilizados?
Si se tiene en cuenta que la memoria colectiva de un estado-nación, como queda dicho, está compuesta por millones de percepciones y posiciones individuales, muchas veces contradictorias, se entiende además que los poderes de turno intenten hacerse con el control del discurso y del relato y establezca, muchas veces a la fuerza, una memoria común única. Una que proporcione una "identidad nacional" y una "historia oficial", negando o dejando de lado todas las otras versiones, las otras perspectivas... que se convierten en eso. En "otras". En la narrativa cuasi-épica de los próceres y los héroes, las grandes gestas y los grandes personajes, los triunfos y el desarrollo, los "otros" no aparecen. Es como si nunca hubieran existido: una enorme masa anónima e invisible que vivió sin vivir. Como mis tatarabuelos, mis bisabuelos, mis abuelos... ¿Yo mismo, quizás?
A pesar de los intentos de control del conocimiento y la memoria y de sus procesos de gestión, somos muchos los que hemos entendido que esos espacios son (o pueden ser) lugares de construcción plural, de debate crítico, de militancia y de lucha. Espacios de decolonización y análisis, de apertura y de exploración, de recuperación y elaboración. Las bibliotecas, los archivos, los museos y otro largo y variado "etcétera" son trincheras en donde resistir, refugios en donde guarecerse.
Lugares en los cuales podemos (o debemos) conservar las hebras que nos componen. Todas ellas.
Quizás muchos no entiendan lo importante que esos rincones —y esas hebras— son. Probablemente sea hora de que lo empiecen a comprender.
Acerca de la entrada
Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 23.07.2024.
Foto: "Collective Memory", by R. L. Delgado. En Artenet [Enlace].