Cabecera de Edgardo Civallero
Los tejedores de memorias (08)

Inicio > Blog Bitácora de un bibliotecario > Los tejedores de memorias (08)

Los tejedores de memorias (08)

V. Un archivo en las Galápagos. La lanzadera en el telar (A)

 

[Esta entrada es la octava de una serie en la que compartiré un texto titulado Los tejedores de memorias, el cual produje como trabajo final de mi maestría en Archivística Histórica y Memoria en la Pontifica Universidad Javeriana de Bogotá (Colombia). Todas las entradas pueden verse aquí, mientras que el texto original, completo con citas y notas, puede descargarse aquí].

 

Desde la mirada de la archivística crítica —rogue, emancipadora y especulativa, si se desea emplear los controvertidos adjetivos—, los documentos conservados en un archivo dejan de ser material muerto y pasivo, y se constituyen en un caudal de información para el que se abren abundantes posibilidades: oportunidades de entender el pasado (y de ver el presente, y de transitar el futuro) de formas diferentes, de enriquecer historias con otras opiniones y experiencias, de evaluar aprendizajes y conceptos no tan definitivos, y de alimentar nuevos procesos investigativos y creativos.

El archivo puede, así, cesar de ser un espacio de miradas retrospectivas, reservado a la Historia y a sus practicantes, y convertirse en un lugar desde el cual crear, desafiar, idear, construir. Un rincón desde el que tejer otras narrativas y otros resultados.

Recolectar todas estas ideas y depositarlas sobre el tablero de los archivos de ciencias naturales abre la puerta a una verdadera corriente de aire fresco que invada un mundo por lo general cerrado, en todos los sentidos.

Para probar qué tan relevante puede ser tal corriente, en este trabajo se aplicarán las nociones archivísticas críticas revisadas hasta aquí sobre un archivo y su colección. Y para ello se ha elegido un espacio evidentemente relacionado con las ciencias naturales, el cual, a la vez, posee una historia, un acervo documental, un público y un ámbito de actuación reducidos: unas condiciones que lo hacen manejable y que permiten la revisión y la experimentación.

Se ha elegido un lugar único en su especie, ubicado a orillas del océano Pacífico, rodeado de gigantescas opuntias, manglares e iguanas marinas. Un archivo en las islas Galápagos.

 

***

 

Las islas Galápagos o Archipiélago de Colón son un grupo de 19 islas, 42 islotes y 26 rocas pertenecientes a Ecuador, ubicados en el océano Pacífico, a unos 900 km de la tierra firme más próxima, la costa occidental sudamericana. Tal y como lo expresó el naturalista William Beebe en el título de su famoso libro (1925), son una suerte de "fin del mundo".

Un "fin del mundo" protegido, hoy por hoy, por estrictas leyes y normas. Pues las islas son un Parque Nacional ecuatoriano, un Patrimonio Natural de la Humanidad y una Reserva de la Biosfera de la UNESCO. Curiosamente, también son un lugar afectado por un turismo y unos movimientos migratorios intensos, así como el foco de un acalorado debate en torno a políticas de conservación y a luchas medioambientales.

La relación de los seres humanos con las Galápagos nunca fue sencilla. Los primeros navegantes españoles las llamaron "islas Encantadas": incapaces de colocarlas sobre sus cartas, las creían hechizadas, es decir, sujetas a un encanto maligno que las hacía aparecer y desaparecer. Herman Melville, el autor de Moby Dick (y tripulante de uno de los muchos barcos balleneros que faenaron en el archipiélago) inmortalizó esa antigua denominación en uno de sus mejores trabajos literarios, The Encantadas (1854). Su descripción de las islas no fue precisamente halagadora: se refirió a ellas como a "veinticinco montones de ceniza" en el medio del mar. Charles Darwin, que transformó a las Galápagos en el objeto de deseo de biólogos y conservacionistas de todo el mundo, no fue mucho más amable. En The Voyage of the Beagle (1839) habló de suelos calcinados y arbustos malolientes. Incluso el "descubridor" español de las islas, el domínico fray Tomás de Berlanga, quién llegó accidentalmente a sus costas en 1535, habló de un sitio en donde Dios había hecho llover piedras.

En efecto, Galápagos dista mucho de ser el típico paraíso tropical: es un paraje volcánico, con unas tierras bajas áridas y pedregosas y unas pocas tierras altas habitualmente ocultas entre las nubes. A pesar de tan agrestes paisajes, siguen siendo territorios de ensueño: los mangles se mezclan con las gigantescas opuntias, y los flujos de lava basálticos, negros como el carbón, se hunden en un mar poblado de tiburones y de coloridos peces de arrecife. El relativo aislamiento de las islas y su particular ubicación geográfica las convirtieron en una suerte de laboratorio biológico, dentro del cual se desarrollaron una flora y una fauna muy peculiares: desde las famosas tortugas gigantes que dieron a las Galápagos su nombre (una arcaica forma castellana de denominar a los quelonios) a las únicas iguanas marinas y cormoranes no voladores del planeta, pasando por bosques de escalesias, gigantescos albatros migrantes, lobos marinos y pingüinos ecuatoriales, y mucho más. Tanto, que las islas se convirtieron en el tema de cientos de estudios de campo y artículos de investigación.

Son, asimismo, un lugar con una historia humana única, que oscila entre lo extraño y lo trágico: legendarios navegantes incaicos comparten las páginas de las crónicas galapagueñas con conquistadores españoles, piratas y bucaneros ingleses, balleneros estadounidenses, prisioneros y capataces ecuatorianos, Robinsones y náufragos... Y, casi inevitablemente, con Darwin, el Beagle, y docenas de otras expediciones científicas.

La interacción entre ese extraordinario entorno natural y la no menos extraordinaria presencia humana produjo una historia plagada de conflictos. Una que todavía se está desarrollando, y que condujo, entre otras cosas, a la creación del espacio protegido que es el archipiélago en la actualidad. Y a prácticas de conservación que aún se siguen debatiendo.

 

***

 

La reputación de "encantadas" que las islas tuvieron entre los españoles durante el periodo colonial latinoamericano permitió que bucaneros y piratas las convirtieran en su refugio durante los siglos XVII y XVIII. De hecho, el autor del primer mapa confiable del archipiélago fue un privateer inglés, William A. Cowley (1684).

Un siglo más tarde, tras el fin de la era de los piratas, el lugar de esos célebres forajidos fue ocupado por balleneros y cazadores de lobos marinos, quienes abusaron de los recursos naturales locales al punto de casi extinguir algunas especies. Treinta años después de su llegada, cuando los cachalotes, las focas y las tortugas gigantes prácticamente habían desaparecido, y las iguanas y los pingüinos estaban seriamente amenazados, los navíos de caza y pesca abandonaron la zona y se dirigieron a arrasar otras tierras y otras aguas. Las Galápagos pasaron a ser entonces parte del territorio nacional ecuatoriano (1832) y, tras la visita de Darwin en 1835, se convirtieron en un lugar de estudio e investigación.

Durante la última parte del siglo XIX y los inicios del siglo XX, incontables expediciones científicas visitaron las islas. Y, paradójicamente, depredaron su fauna y su flora a niveles inconcebibles, para alimentar el hambre casi insaciable de especímenes de los zoológicos, museos y colecciones privadas de historia natural de Europa occidental y América del Norte. Al mismo tiempo, un buen número de colonos ecuatorianos llegaron desde tierra firme para trabajar, bajo condiciones cuasi-esclavistas, para terratenientes despiadados. Así, para 1930 la degradación de los paisajes galapagueños era brutal. Además del daño causado por los animales introducidos (perros, gatos, cabras, cerdos, ratas), la sobreexplotación de los recursos por parte de los colonos había llevado a la mayoría de las especies endémicas al borde de la extinción.

En 1958, la preocupación abiertamente expresada por la comunidad científica internacional con relación a la biodiversidad galapagueña llevó a la creación, por parte del gobierno del Ecuador, del Parque Nacional Galápagos. El Parque fue oficialmente inaugurado el 20 de julio de 1959, y desde entonces protege el 97% de la superficie terrestre del archipiélago. Tres días más tarde, y con el apoyo de la UNESCO y la IUCN, se creó en Bruselas la Fundación Charles Darwin para las islas Galápagos (FCD), con el fin de apoyar los esfuerzos (inter)nacionales destinados a la conservación de las islas.

En 1960, y bajo condiciones particularmente duras, la FCD comenzó a construir una estación científica en las cercanías de Puerto Ayora, sobre la costa sur de isla Santa Cruz. Inaugurada el 20 de enero de 1964, la Estación Científica Charles Darwin (ECChD) se convirtió inmediatamente en un espacio donde científicos e investigadores desarrollaron sus proyectos, intentando describir y comprender los ecosistemas galapagueños y, al mismo tiempo, identificar las amenazas para su supervivencia.

Desde ese momento, la ECChD creció hasta transformarse en una institución moderna y bien equipada en la cual un equipo internacional de profesionales lleva a cabo sus actividades. Y, al mismo tiempo, se convirtió en el lugar en el que se preservó toda la historia de semejante labor: las grandes y pequeñas narrativas de los logros científicos, pero también la memoria social de la protección y conservación de Galápagos, con todos sus esfuerzos, luchas, éxitos y fracasos a través de las décadas.

 

[Continuará...].

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.

Fecha de publicación: 18.06.2024.

Foto: "Weavers of Sky". En Catalyst Planet [Enlace].