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Nemboro. El poder de las ficciones (05)
La biblioteca que observa
De cómo unos artefactos rituales inventados llegaron a archivos, mercados y memoria
Esta entrada forma parte de la serie "Nemboro. El poder de las ficciones", en la que exploro cómo las llamadas "nemboro"", unas máscaras tejidas que encontré en Panamá —comercializadas como artefactos rituales del pueblo indígena Emberá— me llevaron del encantamiento a la ruptura, y de un encuentro personal a preguntas más amplias sobre metadatos, ontología y ética de la clasificación. Cada entrega se sostiene por sí misma, pero en conjunto trazan una progresión: desde la seducción de los objetos hasta el reconocimiento de que incluso las ficciones —sobre todo las ficciones— modelan los sistemas de conocimiento. Todas las entradas de esta serie pueden consultarse en el índice de esta sección.
En la entrada anterior describí cómo mi búsqueda de la palabra nemboro terminó en silencio: sin rastro en etnografías, sin presencia en archivos; solo en relucientes blogs de diseño y catálogos turísticos. Lo que había tomado por verdad ritual se reveló como una ficción cuidadosamente construida. Pero esa constatación no solo me inquietó como investigador: me obligó a mirar hacia mi propia profesión. ¿Qué sucede cuando la bibliotecología misma absorbe y legitima tales invenciones?
Al final, lo que colgué en mi pared no fue un objeto ritual.
Colgué una hermosa ficción. Una hecha de fibras vegetales y colores, sí, pero también de mitología aspiracional, invención simbólica y exotismo comisariado. Aun así, aunque sea ficción, contiene metadatos. Y los metadatos, independientemente de su valor real, tienen poder: para circular, para legitimar, para canonizar.
Lo que acogí en mi hogar no era una nemboro de uso ritual entre los Emberá, sino un documento fabricado para satisfacer las expectativas de un mercado que buscaba una autenticidad estetizada. Una narrativa adaptada a los consumidores —a menudo occidentales, generalmente bienintencionados— que anhelan "objetos ceremoniales" con el misterio justo para que resulten significativos y el silencio justo para evitar la resistencia.
Esto tenía implicaciones que iban mucho más allá de mi pared. Como bibliotecario y trabajador de la memoria, me formaron para tratar los documentos, incluso los poco convencionales, como vehículos de conocimiento. Pero, ¿qué sucedía cuando los metadatos eran inventados, al menos en parte? ¿Cuando la procedencia era una proyección, al menos en parte? ¿Cuando la "tradición" se construía, al menos en parte, precisamente para ser legible dentro de las estructuras coloniales de valor?
¿Y cuán "parciales" eran todos esos "en parte"?
(La ruptura, la contradicción, la ausencia y la incertidumbre no son fallos de la documentación, sino datos. Y los bibliotecarios, archiveros e investigadores tienen la responsabilidad ética no solo de describir, sino también de cuestionar).
Lo que había catalogado y analizado no era solo un objeto, sino una proyección del deseo —del consumidor, del coleccionista, del bibliotecario— envuelta en una estructura descriptiva que enmascaraba su naturaleza inventada. Y, sin embargo, si hubiera trabajado en un museo o en la colección de una biblioteca, mi descripción errónea podría haber pasado a formar parte de los metadatos oficiales, reforzando una ficción con la fuerza legitimadora de la clasificación.
(De hecho, muchas páginas web oficiales panameñas citan las nemboro como auténticos artefactos rituales, basándose en contenidos creados por empresas comerciales en línea. La información no verificada se expande rápidamente y sin control).
El mío no habría sido un simple error: podría haber sido un caso de estudio sobre la ética de la catalogación, en el que la responsabilidad epistémica exigía algo más que una descripción neutral: requería escrutinio, posicionamiento y rendición de cuentas.
Por eso, los esfuerzos de catalogación crítica —especialmente en contextos indígenas— necesitan de infraestructuras de metadatos multilingües dirigidas por la comunidad. No basta con corregir los registros. Debemos cambiar los términos epistémicos del registro. Los estudios decoloniales en bibliotecología y documentación han mostrado cómo la catalogación tradicional incorpora imaginarios coloniales —a menudo de forma involuntaria— a través del vocabulario, el control de autoridades y las prioridades descriptivas. Lo que describimos está determinado por lo que esperamos ver.
Lo que encontré no fue un hecho aislado. Era una posibilidad sistémica: la facilidad con la que una narración mitográfica —encubierta en el lenguaje patrimonial, impulsada por los motores comerciales— podía entrar en colecciones, bases de datos, exposiciones y archivos. No necesariamente por malicia, sino por encanto. Y por nuestro afán de creer que la belleza significa pertenencia. Que el ritual significa legitimidad. Que lo indígena significa siempre sagrado.
Y que la bibliotecología, si es lo suficientemente neutral, no es partícipe en nada de eso.
Esta experiencia no invalidó el objeto que compré, ni mis reflexiones al respecto. Los replanteó. Me forzó a cambiar la mirada: del objeto a la infraestructura. A los circuitos del deseo, la mercantilización y la violencia simbólica que llevaron a mis manos una "máscara" ficticia de Darién, envuelta en una historia diseñada para resistir el escrutinio.
(Esta ruptura no fue accidental, sino que con el tiempo se convirtió en un método. Un proceso de desaprendizaje ético que me exigió narrar desde la fractura, no por encima de ella).
También me exigió realizar preguntas mucho más incisivas. No solo cómo catalogamos objetos como este, sino cómo catalogamos críticamente los artefactos culturales diseñados para el consumo externo. ¿Cómo sacamos a la luz la invención, la ruptura o la ausencia como metadatos en sí mismos? ¿Cómo es la documentación ética cuando el objeto se resiste a ser descrito con veracidad, o cuando su verdad reside precisamente en su artificio?
Y también: ¿cuánto del modo de vida actual de los Emberá está codificado en ese artefacto? ¿Qué tipo de historias reales —sobre la supervivencia, la identidad y la lucha de los indígenas en el Darién— están atrapadas entre sus fibras?
Esto no es un llamamiento a dudar de todo lo que vemos. Pero es un llamamiento a cuestionar todo lo que creemos saber, especialmente cuando ese conocimiento sirve a nuestra propia comodidad.
Documentar es elegir. Clasificar es consagrar. Y describir es intervenir.
Si documentar es intervenir, entonces el desafío es evidente: ¿cómo construir sistemas capaces de sostener la ruptura, la ausencia y la contradicción como datos en sí mismos? Allí es donde comienza la catalogación decolonial.