Nemboro. El poder de las ficciones (02)

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Nemboro. El poder de las ficciones (02)

Una máscara es un documento

De cómo unos artefactos rituales inventados llegaron a archivos, mercados y memoria

 

Esta entrada forma parte de la serie "Nemboro. El poder de las ficciones", en la que exploro cómo las llamadas "nemboro"", unas máscaras tejidas que encontré en Panamá —comercializadas como artefactos rituales del pueblo indígena Emberá— me llevaron del encantamiento a la ruptura, y de un encuentro personal a preguntas más amplias sobre metadatos, ontología y ética de la clasificación. Cada entrega se sostiene por sí misma, pero en conjunto trazan una progresión: desde la seducción de los objetos hasta el reconocimiento de que incluso las ficciones —sobre todo las ficciones— modelan los sistemas de conocimiento. Todas las entradas de esta serie pueden consultarse en el índice de esta sección.

 

En la entrada anterior describí mi primer encuentro con las máscaras tejidas emberá —las nemboro— colgadas en la pared de una galería en el Casco Antiguo de la Ciudad de Panamá. Trescientas caras entrelazadas me devolvían la mirada, cargadas de historias de rituales, protección y transformación. Ese encuentro se quedó conmigo. Cuando volví a ellas, ya no pude verlas como simples artesanías en venta. Me parecían algo completamente distinto: documentos.

En la galería, las "máscaras" se vendían en lo que supuse que eran sus tamaños normales —lo suficientemente grandes como para cubrir un rostro humano, o incluso más— así como en versiones medianas y pequeñas. Aparte de un par de tiras largas que servían de estructura de soporte, fabricadas con materiales vegetales (generalmente palma naguala, Carludovica palmata) o alambre, toda la pieza estaba meticulosamente tejida con hilos cortos y rígidos utilizando una variedad de patrones. Esas fibras se extraían de las hojas más jóvenes de una palmera conocida localmente como chunga, macora o guérregue (Astrocaryum standleyanum), que se encuentra desde el sur de Costa Rica hasta el noroeste de Ecuador, y es tradicionalmente utilizada para confeccionar cestas y otros objetos domésticos.

Me dijeron que quienes producían estas piezas en las comunidades Emberá de Panamá —ubicadas principalmente en la Comarca Emberá-Wounaan, en la región del Darién, cerca de la frontera con Colombia— eran mujeres. Al parecer, habían logrado preservar y recuperar las estructuras, técnicas y patrones tradicionales, e incluso continuaban con los antiguos procesos de teñido de fibras con pigmentos naturales. Sin embargo, esas artesanas también habían innovado, incorporando vivos tintes de anilina a su trabajo, así como patrones inusuales de corte, tejido y trenzado que actualizaban las "máscaras" de épocas anteriores.

Las nemboro ya no se utilizaban en los rituales de los jaibana, que podían ser tanto hombres como mujeres. De un tiempo a esta parte, esos personajes habían visto disminuir su papel dentro de las sociedades indígenas, donde las influencias del cristianismo evangélico habían tenido un profundo impacto. Como resultado, dado que las "máscaras" ya no eran empleadas en ceremonias de curación, podían venderse sin problema. Al parecer, no existían tabúes que prohibieran su comercio y, lo que es más importante, ningún ser maléfico vendría a vengarse de los rostros falsos que una vez los desafiaron. De hecho, mientras estaba allí, en el casco antiguo de Panamá, frente a esas miradas secas, picos, bocas abiertas y siluetas curvas o angulares, no sentí ninguna "mala energía".

Pero transmitían significados, conocimientos y recuerdos. Eso sí lo pude sentir.

Sentí que todo un universo colgaba de esa pared frente a mí. En él se reflejaba la cosmovisión de un pueblo: el conocimiento de generaciones de artesanas y jaibana que colaboraron para idear las formas más eficaces de ahuyentar a las almas oscuras utilizando los recursos que les proporcionaba el bosque. Crestas, colmillos y cientos de ojos vacíos me observaban desde las profundidades del tiempo.

Mientras estaba allí de pie, pensé que esas nemboro podrían considerarse documentos: recipientes para transmitir tipos específicos de información. Siempre, por supuesto, que se adopte el concepto amplio de "documento" que es común en la actualidad en los museos y en las corrientes contemporáneas de la ciencia de la información.

No eran solo objetos artesanales, sino elementos informativos que exigían ser leídos a través del prisma de la teoría documental. Como escribió Suzanne Briet en su famoso trabajo, un documento es cualquier signo físico o simbólico, conservado o registrado, destinado a representar, reconstruir o demostrar un fenómeno físico o conceptual. Las "máscaras" hablaban a través de hilos y texturas, no de tinta. Pero, aún así, hablaban.

Y hablaban sobre materiales específicos (fibras, estructuras, tintes, adornos), sobre las estrategias de recolección y aplicación, y sobre las ecologías y biologías locales de las que procedían; sobre las técnicas de construcción, con sus numerosas variaciones a lo largo del tiempo y el espacio; sobre los significados espirituales de los colores y las formas, y el simbolismo implícito en sus iconografías; sobre las figuras que representaban, y sobre las numerosas curaciones de las que habían sido testigos, exitosas o no, que en esencia eran batallas contra las fuerzas de la oscuridad. En última instancia, cada máscara representaba la convergencia de todos esos elementos: un nodo, o un nudo, en el intrincado entramado del conocimiento y la memoria tradicionales de los Emberá.

Esas nemboro hablaban de territorios y personas, y de las entidades espirituales benignas y malignas que habitaban su mundo. Y lo hacían a través de sus siluetas, volúmenes, texturas y sombras. Esas características, por cierto, las hacían estéticamente llamativas y, por lo tanto, materialmente valiosas.

Y, en consecuencia, sumamente comercializables.

(Los documentos —especialmente los indígenas o semicomoditizados— existen dentro de las estructuras de poder. Su legibilidad, circulación y valor están determinados por los sistemas que los catalogan, venden o exhiben, sistemas que a menudo privilegian la estética sobre la procedencia y la visibilidad sobre el contexto).

En mi segunda visita a la galería, elegí una de las "máscaras" más pequeñas de las que se exhibían en la galería. Las más grandes me parecían demasiado imponentes. Prefería una que no invadiera mi espacio, sino que me hiciera compañía. Una que me permitiera detenerme en sus detalles: el entrelazado repetitivo de las fibras que formaban un patrón, el color que se intensificaba aquí y se desvanecía allá...

Y una que pudiera contarme una historia. Su historia.

Su historia potencial, por ejemplo: lo que podría haber sucedido si alguna vez la hubiera llevado un jaibana en algún rincón del antiguo bosque del Darién, para defenderse de las nauseabundas garras de una bestia mítica o de las oscuras influencias de una sombra particular.

Pero también su historia real. La historia de las muchas mujeres que cosechaban las hojas de chunga, extraían cuidadosamente las fibras, las teñían, las tejían con destreza e imaginaban tal o cual forma, detalle o estructura... O la historia de quienes caminaban kilómetros para vender sus creaciones, esforzándose por ganar unas pocas monedas para sobrevivir, o de quienes se veían obligadas a vender su trabajo por debajo de su valor o eran engañadas por intermediarios sin escrúpulos... Historias de resiliencia y explotación, de identidades cambiantes, de pérdida y olvido.

Opté por una sin colores brillantes. Una de tonos marrón oscuro, crema y beige. Tenía forma de felino. ¿O no? No estaba del todo seguro; podría ser un venado. En cuanto la tuve en mis manos, instintivamente comencé a clasificarla. Después de todo, ¿no era un documento? ¿Y no era yo un bibliotecario?

Y me di cuenta de lo poco acostumbrados que estábamos en mi profesión a clasificar cualquier cosa que no fueran materiales en papel, y de cuántas posibilidades se abrían ante mí mientras contemplaba este conocimiento convertido en "máscara", que sostenía tímidamente entre mis dedos.

Ese momento —con la máscara en la mano y la mirada bibliotecaria despierta— fue mi primera ruptura. Vi cómo la clasificación podía extenderse mucho más allá del papel, cómo cada hilo y cada color podían convertirse en metadatos. Pero también intuí que tratar estos objetos como documentos significaba preguntar qué mundos ponen en existencia nuestras descripciones. Esa pregunta abriría la puerta al reino seductor, y a veces peligroso, de las ficciones ontológicas.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 23.09.2025.
Foto: "Hand Woven Owl Bird Mask". En Traderbrock [Enlace].