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Nemboro. El poder de las ficciones (01)
La mirada de las máscaras nemboro
De cómo unos artefactos rituales inventados llegaron a archivos, mercados y memoria
Esta entrada forma parte de la serie "Nemboro. El poder de las ficciones", en la que exploro cómo las llamadas "nemboro"", unas máscaras tejidas que encontré en Panamá —comercializadas como artefactos rituales del pueblo indígena Emberá— me llevaron del encantamiento a la ruptura, y de un encuentro personal a preguntas más amplias sobre metadatos, ontología y ética de la clasificación. Cada entrega se sostiene por sí misma, pero en conjunto trazan una progresión: desde la seducción de los objetos hasta el reconocimiento de que incluso las ficciones —sobre todo las ficciones— modelan los sistemas de conocimiento. Todas las entradas de esta serie pueden consultarse en el índice de esta sección.
Colgadas en una pared que cubrían por completo, trescientas caras tejidas con fibras vegetales me observaban con sus trescientos pares de ojos vacíos. Formaban un paisaje de miradas huecas, leonadas, cremosas, caoba y cenicientas, con sus hilos ásperos trazando curvas y líneas rectas, y sus diseños ancestrales evocando perfiles animales.
Acababa de llegar a Ciudad de Panamá, y uno de mis primeros paseos me había llevado directamente al casco antiguo: una península colonial cuadriculada con vistas a una bahía que se extendía hacia el Pacífico, enclavada entre islas y manglares, dentro de los tristes tropiques que Lévi-Strauss describió magistralmente en su famoso diario de viaje.
Y en ese rincón de una ciudad pequeña, húmeda e intensa encontré un lugar curioso: una especie de tienda-galería escondida en una calle estrecha. Una calle llena de sombreros de colores, suspendidos a varios metros del suelo por cuerdas que se extendían de acera a acera.
Allí, en esa galería, se vendían nemboro: las ya famosas "máscaras" hechas por las mujeres del pueblo indígena Emberá de la selva tropical del Darién, en Panamá. "Máscaras" tejidas con fibras de palma chunga que siempre representan animales.
El propietario de la galería me dijo que los Emberá de Colombia también las fabricaban, al igual que sus vecinos Wounaan, habitantes de las tierras bajas del departamento del Chocó. Pero no recordé haber oído hablar de ellas durante todos los años que viví en Colombia. Aquí, sin embargo, las creaciones artesanales de los Emberá panameños parecían ser muy conocidas, tanto por sus diseños y sus detalles como, sobre todo, por su significado.
Me informaron de que las nemboro no son máscaras propiamente dichas. No sirven únicamente para disfrazar a quienes las llevan, o para ocultar su identidad. Al menos, no son solo eso. Su nombre original, que según me dijeron se traduce como "cabeza" en lengua emberá, ofrece una pista sobre su función más profunda. Al llevarlas, sus portadores no solo ocultan sus rasgos, sino que asumen la naturaleza del ser representado por la nemboro.
Y, literalmente, se convierten en otra cosa.
Por ende, una "máscara" de águila no es solo un disfraz: transforma a la persona que la lleva en ese ave. Y lo hace para proteger la vida de quien se esconde detrás de la careta. Al parecer, las nemboro eran utilizadas originalmente solo por los jaibana —los "chamanes" del pueblo Emberá— durante sus ceremonias curativas. Armados con bastones sagrados de madera y en trance gracias a hierbas alucinógenas, esos sanadores luchaban contra los espíritus malignos que se atrevían a afligir los cuerpos y las almas de sus comunidades. Y durante esos largos rituales, se colocaban una o varias "cabezas" nemboro sobre sus rostros color de arcilla. Transformados en otra cosa —o en muchos seres consecutivos—, los jaibana podían engañar y confundir a sus adversarios... y continuar la lucha.
Una vez cumplida su misión, las nemboro usadas en esas ceremonias curativas eran quemadas. Inevitablemente. Nadie quería que los espíritus derrotados, en un arranque de ira vengativa, buscaran y encontraran esos rostros falsos que los habían humillado.
Además, según se dice, esos objetos quedaban imbuidos de una energía particular tras el ritual: una energía que nadie deseaba albergar en su hogar. Sería como si alguien de nuestra cultura occidental decidiera guardar las flores utilizadas en un velatorio o funeral y las exhibiera en un jarrón como centro de mesa. La mayoría estaría de acuerdo en que esas flores deberían desecharse, ya que conllevan una carga simbólica que pocos acogerían con agrado en su vida cotidiana.
Curiosamente, las nemboro se encuentran hoy en día entre los productos artesanales más codiciados de Panamá, junto con las molas elaboradas por las mujeres del pueblo indígena Kuna del archipiélago de San Blas, en la costa caribeña oriental.
Fue en este contexto comercial donde tuve mi primer encuentro con las "máscaras" emberá, allí, en el casco antiguo de la ciudad de Panamá, un domingo de enero, refugiándome en una tienda para escapar de un sol de mediodía que abrasaba todo a su paso.
Ese domingo salí de la galería cargando algo más que el peso del sol tropical. Las máscaras me habían seguido hasta casa en mis pensamientos, no solo como objetos estéticos sino como posibles portadoras de significado. ¿Podrían leerse como documentos, como textos tejidos en fibras e hilos? La pregunta quedó flotando. Y terminaría cambiando completamente la manera en que las miraba.