Crónicas de un biblio-naturalista

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Archivística ecosemiótica desde el bosque nublado (02)

La luz como registro

Una ecología de los inicios archivísticos

 

La ontología de la huella

¿Dónde comienza un registro?

La teoría archivística convencional sitúa el origen de la documentación en un acto humano: la inscripción deliberada de evidencia. En este marco, los registros surgen cuando un individuo o institución decide plasmar materialmente un evento o transacción. La creación de un documento es, por lo tanto, una decisión jurídica: una afirmación de autoridad sobre lo que se recordará y lo que se permitirá que desaparezca.

Esta definición presupone que la memoria comienza con el reconocimiento y que solo la mediación humana otorga significado a la inscripción. El mundo material queda excluido como agente de la conservación de registros. Frente a este modelo antropocéntrico, lo que yo llamo archivística ecosemiótica propone una ontología diferente: los registros preceden a los depositarios.

Antes de la escritura, antes de los metadatos, antes del propio impulso documental, el mundo ya registraba. Todo encuentro energético que deja una consecuencia física —una huella, una modificación, un patrón— constituye un protodocumento. La luz, en este sentido, no es una metáfora, sino un mecanismo. Es el primer proceso de inscripción: un modo de transferencia de información que traduce la energía en materia y la presencia en forma.

 

La fotosíntesis como proceso archivístico

Desde un punto de vista biológico, la fotosíntesis es la conversión de energía radiante en estructura bioquímica. Desde una perspectiva archivística, es el primer acto de creación de registros en la Tierra: la transformación de la exposición en una forma perdurable.

Cada hoja se convierte en una superficie sensible sobre la que la luz inscribe su paso. La calidad espectral, la intensidad, la humedad y la composición atmosférica influyen en la morfología: en las proporciones de pigmento, la densidad de las nervaduras, los patrones estomáticos y el grosor del tejido. Estas características no son símbolos de la documentación: son documentación — datos contextuales codificados materialmente, no simbólicamente.

En los archivos humanos, la creación de registros depende de la acción consciente; en el bosque, es el resultado de una interacción continua. El registro ecológico no está diseñado, curado ni supervisado: es coproducido por la energía y la materia. La luz es a la vez autora y archivista.

Comprender este mecanismo nos ayuda a repensar la creación de registros humanos. Sugiere que los archivos podrían concebirse menos como actos deliberados de inscripción y más como sistemas de exposición: marcos abiertos diseñados para registrar el cambio mediante la interacción, no mediante el control. El objetivo no es producir representaciones definitivas, sino permitir una inscripción continua y adaptativa, para que nuestros repositorios sean más "fotosintéticos": sensibles, porosos y receptivos a sus entornos.

En la práctica, esta apertura ya se manifiesta, aunque tímidamente, en archivos participativos y repositorios conectados a sensores, donde los registros evolucionan a través de sus encuentros. Una fotografía adquiere un nuevo contexto a medida que otros la anotan, reutilizan o reubican; los metadatos de un espécimen se expanden a medida que los sensores ambientales registran sus condiciones cambiantes. En cada caso, el archivo registra la transformación a través de la relación, más que del diseño.

 

Autoría distribuida y el fin del control

En la práctica humana, la validez del registro depende de su creador. La procedencia, la autoría y la autenticidad son principios centrales de la archivística. Por el contrario, en los sistemas ecológicos, la autoría es siempre plural y provisional.

El registro del bosque —la suma de sus inscripciones materiales— es escrito por muchas manos y reescrito continuamente. Los hongos intercambian nutrientes a través de filamentos micorrízicos, los insectos marcan las hojas con sus mordidas, el agua de lluvia lixivia pigmentos y las colonias microbianas digieren residuos. Cada participante edita el registro; nadie es su propietario.

Esta autoría distribuida desafía la lógica central del archivo como lugar de control. El mantenimiento de registros del bosque es participativo, acumulativo y revisable, más parecido a un ecosistema abierto que a un repositorio cerrado.

Traducir esto al diseño archivístico significaría pasar de la custodia a la coautoría: archivos que crecen mediante la contribución, la anotación y la transformación mutua, en lugar de mediante una autoridad centralizada. La procedencia, en lugar de afirmar el origen, describiría la relación y la participación: un cambio dequién lo creó a cómo se entrelaza.

Una forma concreta de implementar este principio sería una red de archivos colaborativa y versionada: una infraestructura donde los registros evolucionen mediante la interacción colectiva en lugar de quedar fijados por una autoridad original. El resultado sería un archivo que "crecería" como lo hace un bosque: mediante la superposición, la influencia mutua y la regeneración.

 

Metadatos como materia

En los sistemas humanos, los metadatos son externos y abstractos: información descriptiva que se añade tras la creación para contextualizar un registro. El bosque, sin embargo, encarna un modelo material de metadatos. Cada hoja lleva en su estructura los datos ambientales de su propia creación. Su "catálogo" —exposición a la luz, estrés hídrico, composición atmosférica— es inseparable de su esencia material. El registro es autodescriptivo.

Esta perspectiva biológica ofrece un modelo poderoso para repensar los archivos digitales y físicos. Imaginen un futuro y potencial archivo sensorial que incorpore la percepción ambiental en su propio funcionamiento. El contexto ya no se impondría mediante la descripción: surgiría a través de la relación continua y medible entre el objeto y el entorno. En este modelo, la preservación y la documentación convergerían. El archivo se convertiría en una interfaz viva: receptiva, consciente de sí misma y en coevolución con las condiciones que lo sustentan.

Enfoques experimentales como la procedencia integrada, los conjuntos de datos autodescriptivos y los protocolos de metadatos autónomos ya se hacen eco de esta lógica natural. Pero la ecología enseña que dicha integración no es meramente técnica, sino ética. El bosque mantiene la coherencia contextual no mediante la supervisión externa, sino mediante la estabilidad relacional; la integridad de cada elemento depende de su participación en el conjunto. Para los archivos, esto implica que la preservación no puede garantizarse mediante el aislamiento; debe lograrse mediante la interdependencia.

 

Una teoría ecológica de la documentación

Si la luz es la primera archivista, entonces la documentación debe reconocerse como una función ecológica: una capacidad intrínseca de la materia para recordar la transformación. Pensar la documentación desde esta perspectiva ecológica implica aceptar que las operaciones básicas que atribuimos a los archivos —creación, valoración, preservación y acceso— ya ocurren, de forma elemental, en los sistemas vivos del planeta. Implica aceptar que las plantas, los suelos y las atmósferas registran, filtran y transmiten rastros desde mucho antes de que apareciera la mediación humana. Lo que llamamos "práctica archivística" sería, en ese sentido, solo una especialización tardía de una inteligencia metabólica mucho más antigua.

En el ámbito biológico, el acto de creación no surge de la autoría ni de la intención, sino de la exposición. Una hoja registra no porque lo desee, sino porque el encuentro entre la luz y el tejido necesariamente deja una huella. El proceso es generativo, pero no autoconsciente: una inscripción que surge de la interacción. Del mismo modo, la valoración en el bosque no se produce mediante una selección deliberada, sino mediante la descomposición: una forma de edición continua en la que ciertos rastros persisten al convertirse en parte de algo más. La descomposición, en este contexto, no es pérdida, sino transformación: el mecanismo mediante el cual el archivo mantiene su relevancia a través de la renovación. La preservación también adquiere un nuevo significado: no se logra inmovilizando un registro, sino manteniendo los intercambios metabólicos que le permiten circular, recombinarse y perdurar mediante la adaptación. El acceso, finalmente, deja de ser la recuperación de un repositorio fijo; se convierte en participación en un sistema dinámico: un acto interpretativo que tiene lugar dentro de los mismos procesos que producen el registro.

Abordar la documentación humana a través de estas lógicas biológicas no es caer en metáforas, sino obtener una guía metodológica a partir de sistemas naturales que han alcanzado la estabilidad mediante la complejidad, más que mediante el control. Los ecosistemas forestales perduran precisamente porque sus procesos informativos son descentralizados, redundantes y adaptativos. En cambio, los archivos humanos, organizados en torno a la jerarquía, la exclusividad y la permanencia, a menudo colapsan bajo su propia rigidez. El reto, entonces, es diseñar infraestructuras archivísticas que se comporten menos como mausoleos y más como bosques: repositorios que metabolicen en lugar de almacenar, que evolucionen con el uso y que integren la desaparición como parte de su continuidad.

Esta teoría ecológica de la documentación requiere un cambio en la ética profesional, así como en el diseño técnico. Sugiere que el archivo debe entenderse como un medio vivo: un conjunto de relaciones a través del cual la información circula, se transforma y sobrevive. Documentar, bajo este paradigma, no es inmovilizar el conocimiento, sino participar en su metabolismo. El archivo, así reimaginado, deja de ser un monumento estático al pasado y se convierte en una ecología de correspondencias entre materia y significado: un paisaje dinámico donde la memoria se sustenta en el propio cambio.

 

La hoja como manifiesto

Cada superficie fotosintética es una declaración de autonomía archivística. Demuestra que el acto de registrar no depende de la decisión, el lenguaje ni la autoridad humana, sino de la capacidad del universo para transformar la energía en estructura y la estructura en memoria.

Leer una hoja es leer el primer protocolo archivístico del planeta. No almacena palabras, sino longitudes de onda; no firmas, sino relaciones. Su fragilidad no es una debilidad, sino una estrategia: perdura precisamente porque cambia.

La consecuencia ética para los archivos humanos es profunda. Preservar no es congelar la información a perpetuidad, sino mantener las condiciones bajo las cuales los rastros pueden seguir formándose, degradándose y regenerándose. La tarea del archivista, pues, no es la conservación de artefactos, sino el cultivo de entornos donde la memoria permanezca viva: porosa, interdependiente y capaz de transformarse.

El primer archivo no fue un estante, un pergamino ni un servidor. Fue, y sigue siendo, una hoja que atrapa la luz.

 

  De esta crónica se hace eco la entrada de blog "Documentación más allá del control", donde se explora el mismo tema desde un punto de vista bibliotecario.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 23.10.2025.
Foto: ChatGPT.