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Saberes y memorias silenciadas en los trópicos (09)

Comisariando la biodiversidad

Metadatos, soberanía, y la lucha por el significado ecológico

 

La infraestructura bajo los nombres

La biodiversidad no sólo se registra: se estructura. Y esa estructura no es pasiva. Es jurídica, institucional y política.

En los sistemas científicos dominantes, los datos sobre biodiversidad se conservan a través de una infraestructura en capas: autoridades taxonómicas, esquemas de metadatos, vocabularios controlados, repositorios institucionales y marcos jurídicos para el acceso y la reutilización. En conjunto, estos sistemas forman lo que Geoffrey Bowker y Susan Leigh Star denominan una "infraestructura de clasificación": una arquitectura invisible que rige no sólo lo que puede conocerse, sino también cómo, por quién y con qué fin.

En este contexto, nombrar nunca es sólo identificar. Es un acto de inscripción en un marco de legibilidad, un marco diseñado para estabilizar el conocimiento, permitir la circulación y servir a fines institucionales. El binomio latino, la coordenada geoespacial, el número de colección: cada uno de estos elementos convierte un organismo en un dato, alineándolo con las normas científicas de evidencia, recuperabilidad e interoperabilidad.

Este proceso parece objetivo, pero es profundamente selectivo. Privilegia ciertas formas de conocimiento —aquellas que se pueden capturar, estandarizar y hacer circular— mientras que invisibiliza otras. Al hacerlo, produce una geografía epistémica que refleja los antiguos modelos coloniales de extracción, en los que el conocimiento se saca de los trópicos y se almacena, procesa y explica en otros lugares.

 

La estandarización como desposesión

Los sistemas de clasificación científica, desde la taxonomía linneana hasta los metadatos del modelo Darwin Core, operan bajo una lógica de universalidad. Su fuerza reside en su promesa de compatibilidad global: la idea de que un espécimen o una observación, una vez indexados, pueden integrarse en infraestructuras de ciencia, conservación y política a escala planetaria.

Pero esta normalización tiene un costo. Despoja al conocimiento de sus raíces. Separa las plantas y los animales de los sistemas sociales, cosmológicos y territoriales en los que se crearon y sobre los que actúan. El resultado no es sólo abstracción, sino una forma de dislocación epistémica.

Esta dislocación tiene consecuencias políticas. Cuando los organismos se nombran y clasifican según lógicas externas, los significados locales se desplazan. Las categorías de uso basadas en la estacionalidad, el parentesco, el peligro o el papel espiritual se sustituyen por descriptores morfológicos. Las narrativas de origen o migración se sustituyen por árboles filogenéticos. Los sistemas locales de gobernanza —que determinan quién puede nombrar, recopilar o transmitir conocimientos— se ignoran en favor de protocolos institucionales.

No se trata simplemente de una cuestión de "pérdida cultural". Es una forma de desposesión. La clasificación no es neutral. Redefine lo que cuenta como conocimiento válido y, por extensión, quién tiene autoridad para actuar. Controlar las categorías es controlar el archivo y, por tanto, las condiciones de reconocimiento, protección e intervención en el futuro.

 

Nombrar sin autoridad

Gran parte de la investigación contemporánea sobre biodiversidad busca ahora la implicación de los agentes locales a través de métodos participativos: "ciencia ciudadana", seguimiento comunitario, o protocolos de conservación diseñados conjuntamente. A menudo, estas iniciativas pretenden democratizar la recogida de datos, ofreciendo herramientas y plataformas para que las comunidades aporten observaciones, mediciones y conocimientos locales.

Sin embargo, en la mayoría de los casos, la arquitectura de la interpretación permanece inalterada. Los datos fluyen hacia arriba, y las categorías permanecen fijas. Las comunidades aportan sus observaciones, pero no controlan cómo se enmarcan, etiquetan o utilizan. La capa técnica —donde se codifica el significado— queda reservada para instituciones, financiadores y autoridades taxonómicas.

Esta asimetría rara vez se cuestiona. La participación se mide por el acceso y la inclusión, no por la autoridad. Pero la autoridad es precisamente el problema. ¿Quién tiene derecho a definir lo que constituye un dato? ¿Quién decide qué se considera una especie, un uso, un lugar? ¿Quién determina el marco ontológico en el que el conocimiento se hace legible y, por tanto, procesable?

Estas cuestiones no son marginales. Son fundamentales. Porque en el contexto de la financiación de la conservación, la designación legal y la gestión ecológica, la capacidad de nombrar es la capacidad de gobernar. Y cuando esa capacidad queda en manos de agentes externos, incluso los proyectos más participativos corren el riesgo de reproducir las estructuras de la ciencia extractiva.

 

Los metadatos como reivindicación territorial

Los metadatos no son una mera capa descriptiva. Constituyen un espacio de poder. No sólo determinan lo que contiene un conjunto de datos, sino también su significado: cómo se pueden buscar, quién puede encontrarlos y qué tipo de relaciones codifican o excluyen.

En los archivos de biodiversidad, los metadatos determinan desde los regímenes de propiedad intelectual hasta la política de conservación. Definen si una especie se considera endémica, amenazada, invasora o culturalmente significativa. Estructuran las condiciones en las que los datos pueden reutilizarse y quién puede hacerlo.

En este sentido, los metadatos son un instrumento territorial. Fija los elementos ecológicos dentro de un mapa conceptual, a menudo desvinculado de los territorios en los que viven y de las comunidades que se relacionan con ellos. La clasificación de una planta medicinal o de un animal ritual en una base de datos mundial puede tener implicaciones directas para la bioprospección, la comercialización o la designación legal, ninguna de las cuales está controlada por las comunidades de origen.

Cuestionar esta dinámica no es rechazar los datos, sino rechazar la suposición de que los metadatos deben ser singulares, universales y gobernados institucionalmente. Las comunidades pueden definir las especies por su comportamiento, función, ética relacional o estatus espiritual. Y estos no son meros "añadidos culturales". Son compromisos ontológicos. Definen cómo circula el conocimiento, cómo se activa y en qué condiciones permanece en silencio.

La negativa a aplanar estos sistemas en metadatos estandarizados no es un incumplimiento. Es una defensa de la soberanía epistémica.

 

La conservación como gobernanza

En los entornos institucionales, la conservación se trata a menudo como una tarea técnica: la organización, anotación y mantenimiento de registros. Pero en contextos comunitarios, la conservación es algo más. Es la gobernanza del conocimiento y la memoria.

Conservar la biodiversidad no es sólo decidir qué se almacena, sino también cómo se conserva y transforma su significado a lo largo del tiempo. Implica establecer las condiciones en las que se comparte, anota, revisa o restringe el conocimiento. Requiere protocolos no sólo de integridad de los datos, sino de relación ética entre personas, lugares, seres no humanos y los sistemas de memoria que los vinculan.

Esta selección no puede externalizarse. No es un servicio que puedan ofrecer plataformas o consultores. Es una actividad soberana, arraigada en el territorio, el lenguaje y la responsabilidad. Y a menudo choca con los plazos institucionales, las infraestructuras tecnológicas y las normas de documentación.

Esta forma de conservación rara vez es legible para los financiadores o los agregadores. No produce conjuntos de datos limpios ni resultados interoperables. Pero produce continuidad. Mantiene sistemas de conocimiento que rinden cuentas a la tierra y no a la lógica de las plataformas.

 

La política del archivo

En última instancia, lo que está en juego en la conservación comunitaria de la biodiversidad no es la gobernanza de los datos, sino la autoridad de los archivos.

Los archivos no son depósitos pasivos. Son estructuras activas de memoria y creación de significado. Determinan lo que se conserva, lo que se olvida y lo que se puede hacer. Y, como todas las estructuras de la memoria, están determinadas por el poder.

En el contexto de la biodiversidad tropical, el archivo global es abrumadoramente externo: está alojado en instituciones del Norte Global, escrito en código científico, estructurado por historias extractivas. Incluso cuando el acceso es abierto, la arquitectura es cerrada.

Cuestionar esta estructura exige algo más que participación. Exige control. Control sobre los términos de clasificación. Control sobre la capa de metadatos. Control sobre las relaciones institucionales que determinan cómo viaja el conocimiento, en qué se convierte y a qué futuro sirve.

Sin ese control, incluso las plataformas mejor intencionadas corren el riesgo de reproducir las mismas asimetrías que pretenden corregir.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 31.07.2025.
Foto: ChatGPT.