La taxonomía de la ausencia (09)

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La taxonomía de la ausencia (09)

Curadoría como gobernanza

Los archivos de biodiversidad y las políticas del territorio epistémico

 

Este post forma parte de una serie que examina cómo los sistemas de conocimiento coloniales en bibliotecas, archivos y museos borran saberes indígenas, orales y ecológicos, y explora cómo podrían desmontarse y reimaginarse desde la perspectiva del Sur Global y los márgenes. Todas las entradas de esta serie pueden consultarse en el índice de esta sección.

 

La infraestructura de archivos como tecnología territorial

En la era de la conservación global, los archivos de biodiversidad se han convertido en instrumentos cruciales para organizar el conocimiento ecológico. Pero bajo su barniz técnico se esconde una función más profunda: la gobernanza. Los archivos no se limitan a registrar especies, sino que promulgan jurisdicciones. Deciden qué conocimientos cuentan, en qué términos circulan y quién adquiere la autoridad para hablar en nombre de la vida en la Tierra. En este sentido, conservar la biodiversidad es gobernarla.

Aunque esto ya era cierto en los gabinetes y herbarios de la época colonial, la infraestructura actual —digital, distribuida y basada en metadatos— es más insidiosa. Funciona bajo la apariencia de neutralidad, ocultando a menudo su relación con las economías políticas, los regímenes de financiación y el control institucional. Los bibliotecarios, archiveros y administradores de datos no somos ajenos a esta dinámica. Somos sus facilitadores.

O sus saboteadores.

 

El gran archivo de la extracción

El archivo (colonial) de la naturaleza (y de todo lo demás, en realidad) no empezó con las hojas de cálculo. Empezó con los viajes. Con especímenes prensados, cuadernos numerados y los sueños taxonómicos del imperio. Desde Carl Linnaeus hasta Joseph Banks, la clasificación tenía un objetivo claro: traducir ecologías (y epistemologías) desconocidas en formas manejables, identificables y apropiables. El archivo era una forma de encerrar lo salvaje, de hacerlo legible para su extracción.

Las bases de datos de biodiversidad modernas continúan esta trayectoria. Plataformas como GBIF (Global Biodiversity Information Facility) o iDigBio agregan millones de registros: nombres, coordenadas, fechas de recolección, códigos institucionales. La arquitectura está distribuida, pero la lógica está centralizada. El conocimiento fluye hacia arriba. Los estándares de metadatos —Darwin Core, ABCD, vocabularios TDWG— se convierten en la lingua franca de la interoperabilidad global.

Lo que se oculta es la forma en la que estos sistemas desvinculan el conocimiento de sus contextos ecológicos, culturales y epistémicos originales. El archivo ya no es una vitrina. Pero su función sigue siendo el encierro. Gobierna con los mismos imperativos: estabilizar, clasificar, extraer, controlar, traducir.

 

Normalización y supresión de ontologías plurales

La normalización es la base de la práctica archivística moderna. Permite la integración, las referencias cruzadas y la reutilización. Pero también impone un marco epistémico único.

En la conservación de la biodiversidad, por ejemplo, la normalización aplana la diversidad ontológica. Convierte las taxonomías estacionales, espirituales o basadas en el parentesco en descriptores morfológicos estáticos. Una planta conocida localmente como "portadora de la lluvia", que sólo se utiliza en rituales tras la segunda luna llena de la estación lluviosa, se convierte en un simple binomio latino. Sus metadatos pueden ser número de espécimen, código de herbario, o ubicación GPS. De su significado original no queda nada.

Esto no es casual. Como señalaron Bowker y Star en Sorting Things Out, los sistemas de clasificación codifican las prioridades de las instituciones que los crean. Lo que no se puede clasificar queda fuera. Y lo que queda fuera no puede ser gobernado, al menos no en sus propios términos.

No se trata de una mera cuestión de "sensibilidad cultural". Es una forma de supresión epistémica. Las ontologías que se centran en la relación, la obligación o la cosmología no se limitan a ser visiones diferentes del mundo: son mundos diferentes. Y no pueden mapearse a través de los campos Darwin Core.

 

Participación sin poder: la crisis de la co-curadoría

Frente a las críticas a la ciencia vertical, "de arriba abajo", muchas instituciones promueven ahora enfoques horizontales y "participativos": ciencia ciudadana, seguimiento comunitario o redes de observación indígenas. A menudo se presentan como innovaciones inclusivas: formas de democratizar la recogida de datos.

Pero la participación sin control no es co-curadoría. Es blanqueo epistémico.

En la mayoría de los casos, los agentes locales introducen sus observaciones en plataformas centralizadas. Pero la arquitectura interpretativa permanece intacta. Las categorías son fijas. Los vocabularios están bloqueados. Las comunidades pueden recopilar datos, pero no definen qué cuenta como tal, ni qué significados pueden tener.

Esta asimetría rara vez se reconoce. La participación se mide por métricas —número de colaboradores, volumen de datos—, no por la autoridad sobre el encuadre. Sin embargo, es en el encuadre donde se construye el significado. Y el significado es lo que determina la política ecológica, las prioridades de financiación y las designaciones legales.

En la gobernanza de la biodiversidad (pero no únicamente en ella), el poder de nombrar es el poder de actuar. Sin ese poder, la participación se convierte en un mecanismo para extraer el conocimiento local bajo la ilusión de colaboración.

 

La curaduría como acto soberano

En contextos institucionales, la curaduría suele definirse como una práctica técnica: asignación de metadatos, preservación digital, control de calidad.

Pero en contextos comunitarios, la curaduría es un acto soberano. Es el proceso mediante el cual un grupo determina cómo se almacena, activa y transforma su conocimiento a lo largo de las generaciones.

Esta curaduría no busca la legibilidad universal. Busca la continuidad. Se basa en la responsabilidad, no en la interoperabilidad. Y a menudo se resiste a las lógicas de aceleración, apertura y disponibilidad permanente que definen las infraestructuras basadas en plataformas.

Curaduría, en este contexto, no es digitalización. Es decidir qué se puede compartir, cuándo, con quién y por qué. Es custodiar el conocimiento. A veces mediante el silencio. A veces mediante la opacidad. A veces mediante el rechazo.

Este modo de curaduría no siempre puede externalizarse. No siempre puede ser capturado por vocabularios controlados ni esquemas de metadatos. Requiere que los bibliotecarios y archivistas renuncien a su papel de custodios y adopten una postura diferente: la de administradores relacionales que operan bajo una política de consentimiento epistémico.

 

El archivo como frontera biopolítica

El archivo se considera a menudo un espacio neutral: un almacén, un repositorio, una herramienta para la memoria. Pero, en realidad, es una máquina biopolítica.

Las categorías que establece a nivel de biodiversidad —en peligro, invasor, endémico— no son meras descripciones. Son designaciones que afectan las políticas de uso del suelo, la financiación de la conservación y los permisos de bioprospección. Trazan límites entre la vida que debe protegerse y la que debe gestionarse. O extinguirse.

Lo mismo ocurre con otras áreas y epistemes, más allá de la biodiversidad.

Como estableció Achille Mbembe, los regímenes modernos de poder operan mediante la valoración diferencial de la vida. Los archivos participan activamente en este proceso. Determinan qué conocimientos y memorias de especies importan, qué espacios merecen preservación y qué información es admisible en el discurso político.

Estas decisiones rara vez se presentan como políticas. Pero lo son. Moldean el futuro social, cultural y territorial. Y lo hacen a través de la arquitectura de metadatos, no de la retórica frontal de la inclusión.

Quienes gestionamos los repositorios de conocimiento, memoria y biodiversidad deben afrontar esta realidad. No solo facilitamos el acceso. Contribuimos a trazar las fronteras del mundo ecológico y epistémico, y a decidir quién las cruza.

 

Hacia una práctica contra-archivística

Si la curaduría es gobernanza, la contra-curadoría es resistencia. Y debe comenzar con el rechazo de la inevitabilidad infraestructural.

La arquitectura actual de los datos (incluidos los datos de biodiversidad) no tiene nada de natural. Refleja decisiones —epistémicas, políticas y técnicas— tomadas por instituciones con agendas específicas. Cuestionar estas estructuras requiere más que una simple crítica; exige la articulación de prácticas archivísticas fundamentalmente diferentes.

Esto implica reconocer las ontologías plurales no como "campos de conocimiento local" complementarios, sino como principios organizadores legítimos por derecho propio. Implica desarrollar modelos de indexación relacional donde la autoridad esté distribuida y donde el conocimiento siempre esté contextualizado por sus condiciones de uso. Requiere abandonar el fetiche por los datos limpios y descontextualizados, y en su lugar adoptar formas de documentación estratificadas, parciales, iterativas y responsables de sus orígenes, incluso cuando se resistan a la coherencia. Esto implica diseñar infraestructuras de archivo que permitan el rechazo: donde las comunidades puedan retener, censurar, reformular o silenciar sus datos según sus propios términos.

Nada de esto se trata de hacer que los sistemas existentes sean más inclusivos. Se trata de habilitar sistemas diferentes, regidos por lógicas diferentes y con fines distintos.

 

Si no podemos ceder el control, no somos administradores

La labor bibliotecaria no se reduce a la gestión de la información. Es una responsabilidad política, ética y ontológica. Si aceptamos que las bibliotecas, los archivos y los museos (entre otros) estructuran el futuro —que determinan cómo se ve, se protege y se actúa sobre la vida en general—, entonces nuestros campos de metadatos, taxonomías y decisiones de catalogación son actos de creación de mundos.

Y si nos tomamos en serio la justicia epistémica, debemos preguntarnos: ¿De quién es el mundo que estamos creando?

La curaduría no es neutral. Curar es gobernar. Y si no podemos ceder el control sobre el conocimiento que poseemos —a quienes lo viven, lo poseen y lo cuidan—, entonces no somos gestores.

Somos simples administradores (y cómplices) de la extracción.

 

  Esta entrada refleja la crónica "Comisariando la biodiversidad", una reflexión narrativa sobre el mismo tema.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 29.07.2025.
Foto: ChatGPT.