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Saberes y memorias silenciadas en los trópicos (06)
El archivo del olor
Lo que no se puede guardar, pero aún se recuerda
La epistemología del olor
En los archivos no hay estantes para los olores. Se pueden catalogar manuscritos, digitalizar sonidos, congelar tejidos e incluso codificar gestos mediante películas y anotaciones, pero no se puede conservar el olor de forma estable, recuperable y sistematizable.
Y como se resiste a la contención, la lógica de los archivos occidentales suele considerarlo efímero, poco fiable e irrelevante. El olfato, dentro de estas estructuras de conocimiento, se convierte en algo periférico: un detalle sensorial de fondo demasiado volátil para registrarlo y demasiado subjetivo para admitirlo en el canon de los hechos verificables.
Sin embargo, esta marginación del olfato no es universal. En las regiones tropicales, donde los sistemas de conocimiento sensorial han evolucionado en íntima relación con la biodiversidad, el olfato ha servido durante mucho tiempo como eje epistémico central. No es accesorio, sino esencial: un medio de diagnóstico, navegación, relación y ritual.
Ignorar el olor no es pasar por alto un sentido menor, sino ontologías enteras. Y tratar el conocimiento olfativo como algo anecdótico o estético es silenciar los mismos sistemas a través de los cuales la memoria, la curación y la cosmología se han transmitido de generación en generación.
El diagnóstico empieza en la respiración
En muchas tradiciones médicas tropicales, el cuerpo no se evalúa mediante datos abstractos, sino a través de la presencia sensorial, sobre todo del olfato.
El diagnóstico empieza con la nariz del curandero, no con el estetoscopio. El aliento del paciente, el olor de la piel, el aroma del sudor o la orina: cada uno se convierte en una lectura, una pista, una historia. En estos marcos, la enfermedad no se "presenta" simplemente, sino que emite un perfil, una expresión química que guía tanto la interpretación como la respuesta.
En las prácticas amazónicas y centroafricanas, las plantas trituradas no sólo se ingieren, sino que se inhalan para comprobar su idoneidad. El tratamiento se selecciona no porque encaje en una categoría, sino porque armoniza con —o contrarresta— la huella olfativa de la enfermedad.
Este modelo epistémico está totalmente encarnado y es relacional. Se basa en la experiencia acumulada, la orientación ancestral y los cambios sutiles en la percepción. No es simbólico. Es químico, espiritual y diagnóstico a la vez. Y está casi totalmente ausente de los archivos científicos, donde el olor rara vez se registra más allá de notas superficiales como "aromático" o "picante", y donde el acto de diagnóstico ha sido despojado de su base sensorial y confinado a la métrica.
El archivo almacena la planta, la fecha, las coordenadas, pero el olor y sus significados se evaporan.
Orientación a través del olfato
Más allá de la medicina, el olfato desempeña un papel fundamental en la orientación y la conciencia medioambiental. Las comunidades que habitan en los bosques suelen orientarse tanto por el aroma como por la vista o el oído. El olor de la corteza húmeda, el almizcle de las huellas de los mamíferos, el dulzor de las lianas en flor, la acritud ácida de la fruta en descomposición... todo indica lugar, tiempo y presencia.
El olor forma parte del mapa cognitivo de un territorio, vinculando la experiencia con la geografía a través de rastros químicos invisibles. El conocimiento del bosque no es sólo topográfico, sino también olfativo. Saber qué camino lleva al peligro o a la abundancia puede depender de la sutil detección de los cambios de olor que transporta el viento.
Este tipo de inteligencia espacial es local, encarnada y se renueva continuamente. Se resiste a la cartografía. Nunca la captan los GPS ni los campos de metadatos. Y, sin embargo, constituye una forma de conocimiento ecológico que resulta crucial para la supervivencia y que está profundamente arraigada en la práctica cultural. Pasear por un bosque y no olerlo —o, peor aún, que te enseñen a no percibir esos olores— es perder un archivo del lugar.
Rituales de humo y olor
El olfato también funciona como una fuerza delimitadora, sobre todo en contextos rituales. En los trópicos, el humo es más que un subproducto de la combustión: es un medio de presencia, purificación y transición. Quemar resinas, hierbas y cortezas delimita el espacio, define los roles sociales y activa las relaciones con lo invisible. En Sumatra, el incienso de benjuí se utiliza para limpiar los cuerpos y los espacios antes de la ceremonia; en los Andes, el humo del palo santo lleva las plegarias hacia arriba; en África Occidental, la corteza de ciertos árboles no se quema por su llama, sino por su olor, entendido como vehículo de comunicación con los antepasados y los espíritus.
Estos rituales olfativos son precisos, están codificados y se encuentran profundamente arraigados en las cosmologías. No son mera decoración. Son declaraciones: actos que establecen los contornos del espacio sagrado, señalan el permiso y marcan la transformación. Sin embargo, en los informes etnográficos, estas acciones se describen a menudo en el lenguaje del espectáculo o la atmósfera. El olor se menciona, tal vez se admira, pero su función como infraestructura epistémica rara vez se comprende, y mucho menos se conserva. El ritual sobrevive como texto o imagen, pero su núcleo sensorial, el elemento portador de significado, se pierde.
La invisibilidad estructural del olor
El archivo moderno —basado en papel, climatizado, indexado— nunca se construyó para dar cabida al olor. No puede conservarlo y, por tanto, no lo considera una forma válida de conocimiento. El herbario aplana y seca la hoja, despojándola de sus aceites volátiles. El documento de archivo enumera los ingredientes rituales, pero no puede contener sus aromas entremezclados. Los esquemas de metadatos, incluso en los sistemas digitales contemporáneos, no consiguen captar la lógica sensorial que define tantos sistemas de conocimiento tropicales. En una estructura diseñada para almacenar lo que es estable y textual, el aroma es una anomalía y, por tanto, se ignora.
Pero en contextos en los que el olor es fundamental para el conocimiento —como en los rituales de curación, los ritos de paso o la orientación paisajística— esta omisión constituye algo más que una laguna técnica. Es una forma de violencia epistémica. Hace invisibles los medios por los que circula el conocimiento.
Cuando se excluye el olor del registro, también se excluye a las personas, las prácticas y las epistemologías que dependen de él.
La anosmia colonial y la higienización de los trópicos
La expansión colonial no sólo trajo consigo tecnologías extractivas, sino también regímenes olfativos. Misioneros, funcionarios de sanidad y administradores coloniales solían considerar los olores de los cuerpos, las cocinas y las ceremonias indígenas como signos de atraso o peligro. Los esfuerzos por "desinfectar" los espacios coloniales no sólo incluían medidas de salud pública, sino también de supresión sensorial: la prohibición del incienso, la imposición de entornos médicos esterilizados y la sustitución de remedios aromáticos por píldoras inodoras. El olor se racializó, se clasificó y se patologizó.
En los centros urbanos, los marcadores olfativos tradicionales de la comunidad y el cuidado se estigmatizaron. En los laboratorios científicos, se volvieron irrelevantes. Y en los archivos e instituciones, desaparecieron por completo. Lo que quedó fueron textos, muestras y fotografías, cada uno separado del mundo sensorial que le daba significado.
Este proceso no fue accidental. Fue un acto estructural de olvido, diseñado para alinear el conocimiento con la lógica de la textualidad, la estabilidad y la abstracción. Creó un archivo que no podía respirar.
Hacia una recuperación sensorial
Repensar el archivo del olfato no es abogar por la nostalgia ni por la reconstrucción especulativa. Es reconocer que ciertas formas de conocimiento se excluyeron deliberadamente no porque fueran triviales, sino porque se resistían a la contención. El olor, como medio de memoria, territorio y curación, ofrece un desafío directo a los fundamentos letrados, visuales y estáticos de la ciencia colonial.
Devolver el conocimiento olfativo al centro del discurso epistémico requiere tanto innovación metodológica como humildad conceptual. Exige que tratemos el olfato no como una nota a pie de página, sino como un portador legítimo de significado, que puede que nunca se conserve del todo, pero que puede respetarse, recentrarse y protegerse. También nos pide que reconozcamos que cuando desaparece un olor —porque se taló el bosque, se desplazó al curandero, se criminalizó el ritual— se pierde algo mucho mayor que una fragancia.
Una cultura que ya no se puede oler es una cultura que corre el riesgo de caer en el olvido. Y un archivo que no respira es uno que recuerda de forma incompleta.
De esta crónica se hace eco la entrada de blog "Cuando el archivo no respira", donde se explora el mismo tema desde un punto de vista bibliotecario.