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La taxonomía de la ausencia (06)
Cuando el archivo no respira
Olores, silencios, y los límites sensoriales de la bibliotecología
Este post forma parte de una serie que examina cómo los sistemas de conocimiento coloniales en bibliotecas, archivos y museos borran saberes indígenas, orales y ecológicos, y explora cómo podrían desmontarse y reimaginarse desde la perspectiva del Sur Global y los márgenes. Todas las entradas de esta serie pueden consultarse en el índice de esta sección.
Memoria sin nariz
Las bibliotecas están hechas para el papel. Para el texto. Para palabras encadenadas a superficies. Y cuando se extienden, lo hacen hacia el sonido y la imagen: podcasts, vídeo, historia oral, películas digitalizadas. ¿Pero el olor? El olor no tiene estante. Ni campo de metadatos. Ni protocolo de conservación. Ni número de clasificación. En la arquitectura de nuestras instituciones, apenas se registra.
Y, por tanto, termina desapareciendo.
Hablamos de preservar el conocimiento, salvaguardar la memoria y garantizar el acceso a la información a largo plazo. Pero rara vez nos preguntamos: ¿qué tipos de conocimiento podemos percibir? ¿Qué epistemes quedan fuera de nuestras colecciones, no porque no sean valiosas, sino porque no son imprimibles?
Aquí hay un sesgo. Uno profundo y sensorial, que subyace a toda nuestra profesión. Hemos construido repositorios literarios, visuales y textuales para albergar el mundo. Pero el mundo también es aromático, fermentado, respirado y quemado. Y no sabemos cómo guardarlo.
Catalogar la ausencia
Tomemos como ejemplo un ritual. Una "limpieza". Una oración. Las hojas se cuentan. Las palabras se transcriben. Quizá se produzca un vídeo. Pero... ¿el olor de la resina? ¿La forma en que el humo se hace volutas en la habitación? Eso no se guarda. Se escapa del sistema.
No es un accidente. Es un defecto de diseño. Uno terriblemente colonial.
La epistemología occidental lleva mucho tiempo exaltando lo que se puede ver, registrar y estabilizar. El archivo nació como un régimen visual: papel en carpetas, tinta en pergamino, texto en pantalla. La inclusión "moderna" del conocimiento sensorial rara vez va más allá del audio y la imagen. El olfato, el tacto, el gusto... se consideran efímeros, demasiado subjetivos, poco fiables.
En las prácticas de catalogación no existen campos estándar para los descriptores olfativos. En los esquemas de metadatos no hay etiquetas para el olor como saber. En los laboratorios de conservación no hay ningún plan para la longevidad aromática, a menos que se trate del olor del moho, que debe ser eliminado. Todo lo que no se pueda extraer, nombrar y almacenar se marca como "no información".
Hemos construido nuestros sistemas para reflejar lo que creemos que cuenta. Todo lo demás es ruido.
La higienización de la biblioteca
La bibliotecología está obsesionada con la limpieza: de los datos, del aire, del olor. La sala de lectura ideal es silenciosa, estática y climatizada. El papel se protege de la humedad, los cuerpos del sudor, las colecciones del paso del tiempo. Pero este impulso hacia la esterilidad tiene consecuencias epistémicas. Nos condiciona a desconfiar de lo que es volátil, fugitivo o difícil de estandarizar.
En muchos sistemas de conocimiento indígenas y rurales, el olor no es decorativo. Es diagnóstico. Ritual. Comunicativo. El olor de una planta, la fermentación de una bebida, el humo de una ceremonia... no son atmósfera. Son archivos.
Borrarlos no es sólo perder un detalle. Es cortar la lógica que conecta el conocimiento con la respiración, el cuerpo y el lugar. Es volver ilegible toda una práctica de la memoria. Hacer como si nunca hubiera existido.
¿Puede una biblioteca aprender a oler?
¿Qué significaría para las bibliotecas tener en cuenta el olor?
No sólo organizando exposiciones sobre plantas aromáticas o colocando paneles para rascar y oler en la pared, sino tratando el olor como una infraestructura epistémica. Como algo que conlleva memoria y significado por derecho propio: volátil, sí, pero no por ello menos real.
¿Podríamos catalogar el olor como presencia? ¿Incluir notas olfativas en grabaciones de campo, archivos comunitarios, historias alimentarias, rituales y etnografías? ¿Podríamos documentar el olor de la tierra después de la lluvia, o el de los remedios ancestrales, o el de las ofrendas quemadas? No perfectamente. No de forma permanente. Pero sí intencionalmente.
¿Podría un esquema de metadatos evolucionar para contener una nota que diga "esta planta olía a sudor"? ¿Podría una política de desarrollo de colecciones dar cabida al conocimiento fermentado, a la nube invisible que una vez rodeó a un objeto?
¿Podría una biblioteca... respirar?
Hacia una ética sensorial del trabajo con la memoria
Cuando descartamos el olor por considerarlo demasiado inestable para ser archivado, no sólo estamos tomando una decisión técnica. Continuamos con una lógica histórica: la misma que marcó las prácticas indígenas como superstición, que desinfectó los espacios ceremoniales, y que sustituyó el olor de la habitación del curandero por un resplandor antiséptico.
Ampliar nuestro trabajo de memoria no es sólo incluir "más voces". Es incluir más sentidos. Reconocer que algunas formas de conocimiento no pueden representarse en su totalidad, y que nuestro trabajo no consiste en forzarlas a encajar, sino en dejarle espacio a su diferencia. Aprender a habitar lo que se nos escapa.
No todos los archivos se pueden tocar. Algunos sólo se pueden inhalar. ¿Y cuándo los perdamos? ¿Cuando la tierra ya no huela a sí misma? ¿Cuando la resina ya no arda en el ritual? ¿Cuando nadie recuerde el aroma asociado a "curación", a "luto" o a "hogar"?
Eso también es una forma de pérdida de memoria. Y deberíamos llamarla por su nombre.
Esta entrada refleja la crónica "El archivo del olor", una reflexión narrativa sobre el mismo tema.