Crónicas de un biblio-naturalista

Inicio > Crónicas de un biblio-naturalista > Saberes y memorias silenciadas en los trópicos (05)

Saberes y memorias silenciadas en los trópicos (05)

El lenguaje de las hojas

Leyendo la ciencia entre líneas

 

Leer los silencios prensados

En los archivos científicos hay documentos que hablan, pero sólo si sabemos escucharlos. Hojas de herbario. Diarios de campo. Descoloridas anotaciones en los márgenes, hechas con grafito o tinta.

Tomemos los herbarios. A primera vista, parecen precisos: plantas prensadas con sus partes expuestas, identificadas en latín, etiquetadas con coordenadas y nombres de recolectores, catalogadas e indexadas con la disciplina de un bibliotecario.

Pero no son sólo registros botánicos. Son artefactos epistémicos, llenos de poder sedimentado. Cada una de esas hojas carga algo más que la memoria de la fotosíntesis: lleva huellas de conversaciones borradas, nombres no registrados y conocimientos mal enmarcados o traducidos a la fuerza.

Son, en definitiva, documentos con ausencias.

Y esas ausencias no son fortuitas. Están estructuradas. Teóricos de la archivística como Verne Harris llevan mucho tiempo recordándonos que los archivos son espacios tanto de memoria como de olvido, y que este último es, por lo general, el resultado de un acto de poder. Aplicada a la ciencia colonial, esta idea exige que tratemos cada hoja de herbario (y cada diario de campo, y cada...) como un punto de tensión epistémica, en el cual se discute qué se conserva, qué se omite y quién tiene la palabra.

 

La taxonomía como violencia epistémica

Nombrar es reivindicar. Renombrar es borrar.

La taxonomía linneana, importada a los trópicos bajo la bandera de la ciencia de la Ilustración, prometía una clasificación universal. Pero llegó como un lenguaje colonial: un sistema que catalogó el mundo mediante binomios latinizados, desvinculando las plantas de sus contextos sociales, rituales y ecológicos.

Vegetales con un profundo significado y milenios de uso fueron rebautizados como si no tuvieran historia. Uncaria tomentosa, Tabebuia rosea, Psidium guajava: a cada uno se le asignó una etiqueta latina que enmascaraba los cientos de nombres, cosmologías y prácticas locales en los que estaban inmersos. En este reetiquetado, el conocimiento no sólo se tradujo: también se aplanó.

Lo que se registra como hecho científico a menudo comienza con un robo epistémico: la extracción de una planta, la supresión de su nombre nativo y la recontextualización de su uso a través de marcos farmacológicos europeos. Este acto se enmarca como "descubrimiento", pero es, más exactamente, una reinscripción. Se cambia el nombre de lo local. Lo extranjero adquiere autoridad. El proceso no es meramente lingüístico, sino ontológico.

 

Márgenes y silencios: Los fantasmas del trabajo de campo

En ninguna parte es más visible este aplanamiento que en los márgenes.

En cientos de cuadernos de campo, desde el siglo XVIII hasta principios del XX, la figura del "informante nativo" aparece como una cifra. A menudo se reduce a una breve nota —"el nativo dice que la corteza se usa para la fiebre"— que omite identidades, idiomas, relaciones con la planta y modos de transmisión.

Y esos no son detalles triviales. Son pérdidas epistemológicas.

¿Quién pronunció esas palabras? ¿Fue un curandero? ¿Una comadrona? ¿Cantaban el nombre de la planta o murmuraban su uso? ¿La planta se cosechaba con un ritual, un tabú, una canción? Todo eso desapareció bajo una sola línea de datos funcionalistas. Lo oral y lo encarnado se redujeron a algo anecdótico.

Estas omisiones no son accidentales. Reflejan los "hábitos epistémicos del imperio": la tendencia a privilegiar la escritura sobre la oralidad, el sistema sobre la relación, y la acreditación europea sobre la pericia indígena. En este marco, los diarios de campo sólo conservan los fragmentos asimilables a las categorías occidentales. El resto —el conocimiento desordenado, rico y relacional— se silencia.

 

Violencia en los archivos

A menudo hablamos de los archivos como espacios neutrales. Pero no lo son. Los archivos son constructos curados y controlados.

Muchos especímenes de herbario siguen llevando los nombres de funcionarios coloniales, traficantes de esclavos o aristócratas europeos que financiaron expediciones, a pesar de no haber tenido contacto directo con los paisajes o las especies recolectadas. Otros reflejan burla o racismo descarados: plantas bautizadas con caricaturas de expresiones locales, chistes en latín o etiquetas condescendientes. Estos nombres persisten en las bases de datos taxonómicas mundiales, incrustados en el llamado "lenguaje neutro" de la ciencia.

Incluso los instrumentos de la recolección científica —la prensa, la etiqueta, el catálogo— imponen cierta violencia. La planta es aplastada, disecada, y separada de su ecosistema, de sus rituales y sus narrativas. Su nuevo nombre se inscribe en papel importado, con tinta importada, almacenado en instituciones alejadas de su territorio.

El archivo está completo. Y hueco.

 

Hacia la reanotación epistémica

Pero, ¿y si pudiéramos revertir las anotaciones?

Hoy en día, los movimientos decoloniales dentro de áreas como la etnobotánica, la museología y la archivística están empezando a cuestionar esas fracturas epistémicas. Algunos proyectos comunitarios están volviendo a asignar los nombres originales a los especímenes. Otros están incorporando la historia oral, la memoria sensorial y el conocimiento ritual como metadatos. Las nuevas interfaces de archivo permiten múltiples niveles de anotación, incluidos los escritos por descendientes de las comunidades de las que proceden las plantas.

No son simples actos de "inclusión". Son confrontaciones con la propia estructura del archivo. Preguntan: ¿Podemos dar cabida a conocimientos que no se ajustan a las normas bibliográficas o científicas? ¿Puede una anotación contener un canto? ¿Puede una entrada de catálogo contener una cosmología?

Prensar una planta en un pliego de herbario era hacerla legible para el imperio. Volver a anotar ese pliego es hacerlo legible —de nuevo— para su pueblo.

 

Hacia una justicia botánica

Las hojas aún hablan.

Sus venas prensadas reflejan ríos. Sus nombres susurran en lenguas olvidadas. Sus usos resuenan en cocinas, manos de curanderos y rituales sagrados. Pero para escucharlas, debemos estar dispuestos a leer de otra manera: a tratar el herbario no sólo como un almacén de datos, sino como un campo de borrado y posibilidad.

¿Y si formáramos a los futuros botánicos como archiveros de la memoria a la vez que como taxónomos? ¿Y si las bibliotecas albergaran colecciones de historias de plantas, no sólo de sus partes secas? ¿Y si los metadatos permitieran múltiples verdades, no como contradicciones, sino como lógicas coexistentes?

El herbario, como el archivo, no está muerto. Puede ser un lugar de reparación. Pero sólo si desaprendemos el mito de la neutralidad científica y escuchamos lo que quedó fuera de la página.

El lenguaje de las hojas nunca fue mudo. Sólo fue mal traducido.

 

  De esta crónica se hace eco la entrada de blog "Taxonomías quebradas", donde se explora el mismo tema desde un punto de vista bibliotecario.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 22.05.2025.
Foto: Hoja en Parque Nacional Soberanía, Panamá. © Edgardo Civallero, 2025.