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Contar para permanecer

Evento BibloRed 2025

 

Versión completa del texto presentado para BibloRed (Bogotá, Colombia, 2025). Las bibliotecas de Bogotá conforman un ecosistema poderoso pero frágil: diverso, desigual, a menudo precario y rico en un conocimiento que rara vez se plasma por escrito. Esta conferencia y la reflexión académica que la acompaña (incluida solo en el PDF) sostienen que sistematizar las experiencias, comunicar con intención y escribir desde la práctica no son deberes burocráticos, sino actos de memoria, resistencia y continuidad profesional. Desde las bibliotecas comunitarias improvisadas en los barrios hasta los sistemas universitarios con infraestructuras consolidadas, todas generan una inteligencia situada que corre el riesgo de desaparecer si no se narra. La ponencia y el texto, en conjunto, proponen una idea simple y urgente: el futuro de las bibliotecas de la ciudad depende de su capacidad para explicar qué hacen, por qué es importante y cómo sobreviven, transformando la práctica cotidiana en memoria colectiva en lugar de en amnesia institucional.

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La grandeza invisible | Sistematizar o desvanecerse | Comunicar sin buscar reconocimiento | No es necesario ser escritor | De WhatsApp a las revistas | Un ecosistema simbiótico | Conclusión

 

I. La grandeza invisible

En Bogotá, bibliotecas de todo tipo —públicas, escolares, académicas, comunitarias, móviles, itinerantes, improvisadas— participan en una de las formas más significativas y persistentes de intervención social en la región. Más allá de sus definiciones institucionales, funcionan como mediadoras culturales, pilares educativos y plataformas para la participación ciudadana. En barrios afectados por el desplazamiento, la desigualdad o el abandono urbano, la biblioteca suele ser el último espacio público que permanece abierto, gratuito y receptivo.

Los bibliotecarios facilitan los procesos de alfabetización, acompañan los esfuerzos de memoria colectiva, conservan el conocimiento local e improvisan estrategias pedagógicas. Negocian con las estructuras de poder locales. Gestionan programas para niños, adultos mayores y personas excluidas de la educación formal. Adaptan las tecnologías a las necesidades de la comunidad. Brindan acceso al silencio, a la conexión y a la dignidad.

En muchos casos, este trabajo se realiza con recursos mínimos, contratos inestables y escasa protección institucional. Y, sin embargo, continúa, sostenido por el compromiso profesional, la confianza de la comunidad y un profundo sentido de la responsabilidad. Es difícil exagerar la labor pedagógica, social y afectiva que se invierte a diario en esos espacios.

Pero esta labor apenas se documenta. Rara vez se comparte. Casi nunca se integra en la narrativa institucional de las políticas culturales o educativas de la ciudad.

Esto no es solo una falta de comunicación. Es un fallo ecosistémico: una incapacidad colectiva para conservar, difundir y aprender de la experiencia vivida. Los proyectos se disuelven al terminar los ciclos de financiación. Las iniciativas se replican sin memoria. Los jóvenes bibliotecarios llegan a espacios sin tener acceso a lo que otros antes que ellos intentaron, lograron o fracasaron. Bibliotecas que operan a pocas cuadras de distancia desconocen los métodos, las herramientas y las trayectorias de sus vecinas.

El sistema bibliotecario de Bogotá puede definirse por su característica multiplicidad: múltiples lógicas, múltiples territorios, múltiples temporalidades... Su riqueza reside precisamente en esa diversidad. Pero la diversidad sin diálogo se convierte en fragmentación. Y la fragmentación, con el tiempo, se convierte en entropía.

Fomentar una conciencia ecosistémica no implica imponer uniformidad, sino generar continuidad narrativa: una capacidad compartida para percibir conexiones, identificar patrones y reconocer que cada biblioteca no es una isla, sino un nodo en una red más amplia e interdependiente de conocimiento y memoria.

Esta conciencia comienza con la narración. No con el marketing ni los eslóganes, sino con la narración contextualizada, reflexiva y con propósito. Es a través del acto de contar —con honestidad, coherencia y de forma colectiva— que las bibliotecas de Bogotá comenzarán a reconocerse como un ecosistema que merece ser defendido, fortalecido y desarrollado.

 

II. Sistematizar o desvanecerse

La sistematización suele malinterpretarse como una tarea mecánica: un informe que rellenar, un formulario que completar o una obligación con un donante de fondos o una institución externa. En esa versión reducida, su propósito es el mero cumplimiento. Su público es burocrático. Y su resultado casi siempre pasa desapercibido.

Pero la sistematización no se concibió para eso.

En América Latina, el concepto de “sistematización de experiencias” surgió no de las oficinas administrativas, sino de las prácticas pedagógicas de los movimientos sociales, los educadores populares y las organizaciones de base. Se concibió como una forma de reflexionar críticamente sobre la experiencia vivida, de recuperar el conocimiento inherente a la práctica cotidiana y de generar herramientas para la transformación colectiva. Se acerca más a la documentación etnográfica y a la investigación-acción que a un informe final; más a la praxis que a las métricas.

Sistematizar es reconstruir un proceso: qué se hizo, cómo se desarrolló, con quién, en qué contexto, con qué tensiones, y con qué resultados, esperados o no. Se trata de identificar la lógica subyacente a las acciones, las preguntas que quedaron sin respuesta, los métodos que surgieron por necesidad más que por diseño. Se trata, sobre todo, de reconocer que la práctica genera conocimiento y que este conocimiento merece perdurar.

Cuando no sistematizamos, el trabajo bibliotecario se vuelve desechable. Nuestro aprendizaje colectivo se disipa. Los nuevos equipos reinventan la rueda. Los errores se repiten, no por negligencia, sino por silencio. Lo que podría haber sido una herramienta compartida permanece como un recuerdo privado, hasta que incluso este se desvanece.

Sistematizar es una forma de trabajo de la memoria. Es una infraestructura narrativa: una red de experiencias, reflexiones y lecciones a la que otros bibliotecarios pueden acceder, adaptar y contribuir. Es también una infraestructura de continuidad. Convierte una experiencia singular en un punto de referencia. Crea las condiciones para el diálogo entre instituciones, generaciones y geografías. Resiste la constante erosión de la memoria institucional causada por la rotación de personal, los contratos precarios y las cambiantes agendas políticas.

Además, la sistematización no se limita a los espacios formales. No necesitas una plataforma, un título ni un presupuesto para documentar tus experiencias y aprendizajes. Una biblioteca comunitaria que trabaja con mobiliario reciclado y personal voluntario puede generar reflexiones de enorme valor estratégico y epistémico. Una nota de voz, un cuaderno de campo, o un simple ensayo fotográfico pueden contener mucha más verdad que una docena de evaluaciones institucionales.

Sistematiza no para cumplir un requisito, sino para crear archivos. Para escribir artículos. Para compartir ideas en conferencias. Para enseñar a otros qué funcionó y qué no. Para dejar pistas al colega que heredará tu espacio, tus retos y tus esperanzas.

Porque si no contamos nuestras propias historias bibliotecarias, nadie lo hará. Y sin esas historias, el ecosistema termina olvidando lo que ya sabía.

 

III. Comunicar sin buscar reconocimiento

En la práctica de todo bibliotecario, existe un momento —quizás tras un programa especialmente significativo, una lección valiosa o un silencio difícil— en el que surge el impulso de compartir. No para promocionar, sino para reflexionar. No para llamar la atención, sino para dejar una huella. Este impulso no es secundario al trabajo: es parte integral del mismo.

La comunicación, en el contexto de los ecosistemas bibliotecarios, debe entenderse no como publicidad o visibilidad, sino como una práctica de conocimiento. Es el acto de dar forma y voz a lo aprendido, para que pueda circular, resonar y, potencialmente, ser retomado por otros. Es un gesto de generosidad y de responsabilidad.

En una era saturada de ruido, espectáculo y métricas de rendimiento, los bibliotecarios deben resistir la idea de que su comunicación debe ser instantánea, constante u optimizada para la participación. Lo que importa no es la velocidad ni la visibilidad de un mensaje, sino su sedimento: la huella que deja en el pensamiento o la práctica de otra persona. Una línea que perdura. Una pregunta que resuena. Un detalle que amplía la perspectiva.

No todos los mensajes tienen que ser públicos. El silencio también es una forma de comunicación, especialmente en contextos donde la sobreexposición puede ser perjudicial o insegura. Saber cuándo callar forma parte de la ética de la comunicación. Cuando uno habla, escribe, publica o graba, debe hacerlo con claridad, intencionalidad y compromiso con el contenido.

Comunicar bien requiere ir despacio, e incluso mantenerse un par de pasos por detrás. Requiere articular la experiencia en un lenguaje accesible para los demás, sin simplificarla hasta el punto del cliché. También significa aceptar que el reconocimiento puede no llegar, y no debería ser el objetivo. La comunicación en el ámbito bibliotecario no debería buscar aplausos. Es parte de lo que significa construir una infraestructura epistémica compartida.

Desconfía de lo superficial. Elige lo sostenible en lugar de lo llamativo. Contribuye al bien común en lugar de seguir la moda. Porque lo que las bibliotecas de Bogotá necesitan no es más barullo. Necesitan historias significativas que perduren, provoquen y conecten, incluso en silencio.

 

IV. No es necesario ser escritor. Pero sí es necesario escribir

Una de las ideas erróneas más persistentes entre los bibliotecarios —especialmente entre quienes trabajan fuera del ámbito académico o editorial— es la creencia de que documentar experiencias requiere de habilidades literarias. Que para comunicar de forma significativa, primero hay que dominar la "escritura" en el sentido formal, literato y público de la palabra.

Esta creencia no solo es falsa, sino perjudicial.

Las contribuciones más valiosas a la memoria bibliotecaria a menudo no provienen de escritores profesionales, sino de colegas que simplemente se toman el tiempo para —y se arriesgan a— narrar lo que han vivido. Bibliotecarios que se sientan, aunque sea brevemente, y plasman su práctica en papel: los desafíos, los pequeños avances, los momentos de incertidumbre y el conocimiento adquirido con todo el esfuerzo.

Lo que importa no es un lenguaje perfecto, sino una expresión honesta. Un lenguaje que refleje la experiencia vivida en lugar de ocultarla tras una prosa institucional pulida. Empieza con modestia. Un párrafo al día. Una breve reflexión al final de cada semana. Un registro de las decisiones tomadas y sus motivos. Una descripción del ambiente en una sesión de un club de lectura. Un comentario de un usuario. Una lección aprendida de un fracaso. Con el tiempo, esos fragmentos se convertirán en un cuerpo de conocimiento concreto, acumulativo y sumamente útil para los demás.

Documentar no es solo escribir lo que sucedió. Es desarrollar la capacidad de autoobservación: percibir el cómo y el porqué de nuestras acciones y traducirlo a formatos con los que otros puedan interactuar. Esto es un hábito, no un don. Se desarrolla mediante la repetición, la reflexión y la disposición a escribir sin esperar las palabras adecuadas.

Además, la documentación no es un proceso solitario. Se beneficia del intercambio. Comparte borradores con tus colegas. Escribe en grupo. Usa notas de voz si la escritura te resulta distante. Adapta el tono a tu entorno: formal, informal, reflexivo, descriptivo. El objetivo no es escribir, sino preservar.

Porque cada vez que un bibliotecario escribe una parte de su proceso —por parcial o incompleto que sea— participa en una infraestructura de memoria y aprendizaje mutuo más amplia y fundamental.

En un contexto donde gran parte del trabajo es temporal, poco reconocido y corre el riesgo de desaparecer, este tipo de escritura no es un lujo. Es una forma de compromiso profesional y ético.

Escribe porque importa. Escribe para que otros no tengan que empezar de cero. Escribe para que el ecosistema se reconozca a sí mismo. Aunque tu escritura sea imperfecta, inconsistente o silenciosa, escribe. Porque el silencio, en este ámbito, se confunde con demasiada frecuencia con la ausencia.

Y no estás ausente. Eres parte de la historia.

 

V. De WhatsApp a las revistas: Un continuo narrativo

¿Dónde publicar? Dondequiera que estés, y dondequiera que tu comunidad tenga más probabilidades de escuchar, responder o recordar.

El trabajo narrativo en el ámbito bibliotecario no es lineal. No comienza con el prestigio ni termina en la formalidad académica. Comienza con la presencia: con la necesidad urgente y práctica de documentar, comunicar y compartir conocimiento allí donde pueda generar un beneficio inmediato.

Esto podría significar empezar con una nota de voz de WhatsApp enviada a un colega. Una publicación en Facebook sobre un programa reciente. Un folleto distribuido personalmente que resume un método. Un boletín impreso. Una entrada de blog escrita en la tranquilidad, después de un día largo. Estas no son formas menores: son formas iniciales y, a menudo, las más accesibles.

A partir de ahí, las narrativas crecen. Una nota de voz se convierte en una reflexión. Una publicación de Facebook se convierte en un artículo para un boletín informativo. Un blog evoluciona hasta convertirse en una guía práctica, un pequeño libro, o una entrevista grabada. Ese mismo material, moldeado y ampliado, puede convertirse posteriormente en un artículo, una ponencia, o incluso una contribución a una revista académica o una recomendación de política nacional.

La trayectoria no se define por el prestigio, sino por la relevancia. Se guía por la pregunta: ¿quién necesita escuchar esto y en qué formato llegará a ellos?

A esto lo llamamos un continuo narrativo: una progresión de formatos, lenguajes y audiencias, cada uno adaptado a un momento, escala y necesidad diferentes. Lo importante no es dónde se publica primero, sino empezar. Que se establezca una base para la historia —aunque sea modesta— para que pueda evolucionar, circular y conectar.

Es importante destacar que cada formato posee diferentes fortalezas epistémicas. Un folleto puede llegar a una audiencia local a la que una revista jamás llegará. Un tuit puede provocar una conversación. Un diario de campo puede capturar matices que se pierden en textos editados. La publicación académica aporta legitimidad en los ámbitos institucionales. Cada medio tiene su lugar, y ninguno debe dejarse fuera del ecosistema de la comunicación. Hacerlo no solo sería excluyente, sino también epistemológicamente limitado y estructuralmente colonial.

Abordar este continuo implica practicar la narración estratégica. Significa comprender que cada relato es una semilla en potencia, y que incluso la más pequeña puede convertirse en árbol si se la cuida y se le permite crecer.

Deja que tus historias crezcan. Deja que echen raíces en lugares inesperados. Del fango a la montaña: lo importante es que perduren.

 

VI. Un ecosistema simbiótico

El ecosistema bibliotecario de Bogotá no es una entidad singular. Es una constelación de diversas instituciones, contextos y voces que a menudo operan en paralelo, ocasionalmente en tensión y, con demasiada frecuencia, en coordinación.

Algunas bibliotecas están arraigadas en universidades, con el respaldo de financiamiento estable, personal profesional e infraestructura formal. Otras operan desde casas de barrio, centros comunitarios o espacios improvisados, con el apoyo de voluntarios y mantenidas a base de pura fuerza de voluntad. Algunas se basan en marcos normativos. Otras, en la necesidad.

Las diferencias son reales y no deben negarse. Pero tampoco deben convertirse en barreras.

La colaboración sistémica en esta ciudad no puede basarse en la uniformidad. Debe construirse sobre alianzas asimétricas: asociaciones que reconozcan la diferencia, el desequilibrio de poder y la capacidad desigual, y que trabajen precisamente a través de ellos. Esto requiere humildad, reconocimiento mutuo y, sobre todo, el abandono de actitudes defensivas y rivalidades.

El bibliotecario académico puede aportar herramientas para la construcción de sistemas, el pensamiento a largo plazo y los procesos estructurados. El bibliotecario comunitario, por su parte, puede aportar conocimiento contextualizado, fluidez cultural y cercanía a las realidades vividas. El bibliotecario escolar comprende los ritmos de la pedagogía y el currículo; el bibliotecario móvil entiende los ritmos de la geografía y las necesidades.

Cada uno posee una pieza diferente de la inteligencia del ecosistema. Ninguna pieza por sí sola está completa. Lo que importa no es la homogeneidad, sino la complementariedad.

Pero la complementariedad requiere más que buena voluntad. Exige un marco: para el diálogo, para un lenguaje compartido, para el reconocimiento y la coautoría, y para la redistribución de recursos. Sin dicho marco, la colaboración se reduce a un mero simbolismo o a extractivismo. Con él, un ecosistema se convierte en algo más que una metáfora: se convierte en una estructura viva de interdependencia.

Porque lo que las bibliotecas de Bogotá necesitan no es un modelo único, sino una red micelial: descentralizada, diversa y resiliente.

Juntos, son un bosque. Solos, leña.

 

VII. Conclusión: Nuestra historia perdura

Si no narramos lo que sucede en nuestras bibliotecas —las decisiones que tomamos, el conocimiento que generamos, las comunidades a las que acompañamos— nadie más lo hará. Y si otros intentan contarlo en nuestro lugar, lo harán desde fuera, a menudo sin contexto, generalmente sin sensibilidad.

Sin nuestras voces, nuestro trabajo se vuelve invisible. Y lo invisible termina por desaparecer.

Sistematizar es resistir esa desaparición. Es afirmar que el trabajo bibliotecario no es solo operativo: es epistémico, cultural y político. Contiene conocimientos valiosos que merecen ser preservados y transmitidos. Cuando documentamos procesos y reflexionamos sobre ellos, construimos una memoria que trasciende los contratos individuales, las instituciones o las administraciones.

Comunicar es romper el silencio, no con ruido, sino con significado. Es hacer que la experiencia sea inteligible y accesible. Es participar en el discurso público con dignidad y detalle, ofreciendo historias concretas en lugar de abstracciones o eslóganes.

Escribir es preocuparse. No por prestigio, sino por continuidad. Se trata de dejar una huella que alguien más —un nuevo bibliotecario, un legislador, un docente, un vecino— pueda seguir algún día. Se trata de decir: “Estuvimos aquí. Esto se hizo. Así fue que importó”.

Colaborar es rechazar el aislamiento. Es concebir la biblioteca no como un punto de servicio aislado, sino como parte de un sistema vivo, complejo e interdependiente. La colaboración garantiza que la fortaleza de un espacio compense la vulnerabilidad de otro. Es así como afrontamos la inestabilidad: juntos.

Porque, a la postre, el futuro de las bibliotecas de Bogotá no se construirá únicamente con nuevos proyectos o programas. Se moldeará con las narrativas que elijamos preservar, las relaciones que elijamos fortalecer y el conocimiento que nos neguemos a dejar desaparecer.

Contamos para permanecer. Escribimos para perdurar. Y recordamos —colectivamente— para construir lo que vendrá.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 07.12.2025.
Foto: ChatGPT.