Inicio > Blog Cajón de sastre > Conferencia Bibliotecas, pueblos indígenas, identidad e inclusión
Conferencia
Bibliotecas, pueblos indígenas, identidad e inclusión
Encuentro de Bibliotecas Públicas de Cundinamarca 2025
Versión completa del texto presentado en el Encuentro de Bibliotecas Públicas de Cundinamarca (IDECUT. Girardot, Colombia, 2025). Esta conferencia propone una mirada viva sobre las bibliotecas como territorios de memoria: espacios donde las voces indígenas y rurales se entrelazan con los ecos del papel, donde la clasificación revela su columna colonial y donde la desobediencia puede ser una forma de cuidado. Un recorrido por bibliotecas que respiran, que escuchan, que acompañan y que, a veces, eligen volverse invisibles para dejar que la comunidad hable por sí misma.
Descargar en PDF.
Apertura | La columna colonial | Más allá de la inclusión | Bibliotecas vivas | Desobediencia por cuidado | Memoria como bien común | Prácticas de acceso y rechazo | Innovación como escucha | Cierre
Apertura. Tejiendo memorias antes de la biblioteca
La niebla se cierne sobre el páramo al amanecer, densa como el aliento, lenta como el pensamiento. Se desliza entre los frailejones y sobre la tierra húmeda y musgosa, difuminando la línea entre la montaña y el cielo. Bajo la niebla, los arroyos descienden hacia ríos que descienden hacia otros ríos que descienden hacia el valle del Magdalena, llevando las voces de las ranas, el viento y el ritmo suave de los pasos de quienes han recorrido esos senderos durante siglos. La tierra que ahora llamamos Cundinamarca esconde otros nombres: palabras en muysccubun, nombres de ríos, cerros y bosques cuyas sílabas fueron grabadas por la memoria mucho antes de que se escribieran en cualquier mapa.
Antes de las bibliotecas había recuerdos: hablados, cantados, cultivados, llevados en canastas. El conocimiento no residía en estantes, sino en gestos: en la forma en que se sembraba el maíz con la luna, en el cuento que se contaba a los niños cuando un chulo volaba en círculos, en el color de la tela tejida que marcaba un linaje o un sueño. Cada acto de la vida cotidiana era un acto de archivo; cada voz era la de una bibliotecaria. La memoria no se almacenaba, se movía. Caminaba, cantaba, alimentaba.
Hablar de bibliotecas, pueblos indígenas, identidad e inclusión en Cundinamarca es empezar aquí: no con la llegada del papel, sino con la persistencia de mundos orales, sensoriales y materiales que nunca dejaron de existir. La biblioteca moderna, con su arquitectura, sus catálogos y sus estándares, no inventó la preservación del conocimiento; simplemente tradujo uno de los muchos sistemas posibles a una codificación occidental. A lo largo y ancho de América Latina, el archivo siempre ha sido ecológico: hecho de viento y raíz, de senderos y repetición. Lo que hoy llamamos "bibliotecología" se sustenta en estas antiguas infraestructuras de cuidado.
La biblioteca es una continuación de sistemas ancestrales de conocimiento: una invitada en una conversación que comenzó mucho antes de nuestra llegada. Cada vez que un bibliotecario en una vereda rural escucha la historia de un anciano, registra el nombre de una montaña o conserva el dibujo de un niño sobre una festividad, no está modernizando la tradición; está extendiendo un linaje de custodia que antecede a la palabra impresa.
Esta apertura pretende situar el debate dentro de esa continuidad. Lo que sigue será una exploración del potencial de las bibliotecas como puentes vivos entre los mundos de la memoria: entre catálogos y cosechas, entre metadatos y narrativas tradicionales, entre lo que el sistema puede describir y lo que aún no puede imaginar. Desde aquí, podemos empezar a desenterrar las arquitecturas ocultas del conocimiento que se esconden bajo nuestras bibliotecas y preguntarnos cómo podrían aprender a recordar el lugar en el que se ubican.
1. La columna vertebral colonial
Toda biblioteca, por pequeña o remota que sea, se construye sobre una arquitectura invisible: un esqueleto heredado de otros lugares. Esa estructura no es neutral. Los mismos sistemas que configuran cómo se almacena y se encuentra el conocimiento —la Clasificación Decimal Dewey, los Encabezamientos de Materia de la Biblioteca del Congreso, la Clasificación Decimal Universal— se diseñaron dentro de una cosmovisión que dividía a la humanidad en centros y periferias, ciencias y supersticiones, civilizaciones y "otros".
Cuando un bibliotecario rural cataloga la grabación de la canción de siembra de un campesino o el recuerdo del río de un anciano, se enfrenta a una elección silenciosa y violenta: ¿a qué encabezado pertenece? ¿Existe siquiera el término, la palabra clave, el concepto que necesitamos? Y si existe, ¿realmente define lo que queremos decir? ¿O debemos distorsionar o incluso destruir la idea original para que encaje en la arquitectura de la clasificación?
Estas herramientas e infraestructuras delatan su ascendencia. Nacieron en las metrópolis del imperio, y sus jerarquías perduran en cada estantería y en cada base de datos.
Esto es lo que podríamos llamar la columna vertebral colonial de la bibliotecología: una columna rígida que aún sostiene nuestras instituciones, incluso cuando las propias bibliotecarias son progresistas, generosas o tienen inclinaciones decoloniales. Un sistema no necesita declarar abiertamente su sesgo; simplemente puede ocultarlo en la estructura de búsqueda y recuperación. En ese sentido, cada consulta y cada resultado es un eco de la lógica colonial: lo que se puede encontrar depende de lo que se ha nombrado, y lo que se ha nombrado depende de quién tenía el derecho a nombrarlo.
Decolonizar una biblioteca no es simplemente incluir más contenido indígena, rural o local: es cuestionar el andamiaje de significados que decide dónde se le permite habitar a dicho contenido. Y esa decisión puede ser vital. Una historia sobre el río clasificada como "mito" pierde su inteligencia ecológica; una práctica medicinal etiquetada como "remedio popular" queda exiliada del ámbito de la ciencia.
Y, sin embargo, las bibliotecas también pueden convertirse en espacios de insurgencia. La decolonización no comienza con software costoso ni consultores externos, sino con pequeños actos de rebelión. Un bibliotecario que escribe un término local en el margen de un registro de clasificación ya está ejerciendo resistencia. Una comunidad que mantiene un cuaderno paralelo de palabras en sus propias lenguas o variantes está creando un contracatálogo. Estos gestos pueden parecer pequeños, pero abren brechas en la columna vertebral. Dejan entrar el aire y la luz.
Imaginen una biblioteca donde bibliotecarios, agricultores y estudiantes comenzaran a construir un vocabulario compartido de términos agrícolas y ecológicos basado en el lenguaje del trabajo diario: las palabras utilizadas para los tipos de suelo, las semillas, las aves y las prácticas de riego. Ninguno de estos términos aparece en Dewey, pero todos sustentan la vida. Cuando estas palabras se escriben junto a los encabezamientos de materia "oficiales", la biblioteca adquiere un segundo idioma: un sistema de metadatos vernáculo que crece desde cero.
Eso no es desorden: es supervivencia.
Es lo que podríamos llamar una insurgencia de los metadatos: la creación deliberada de vocabularios pequeños y locales que hablan desde el territorio en lugar de hablar sobre él. Implica permitir que los ancianos, por ejemplo, definan los encabezamientos de materia de sus propios archivos orales, dejando que cada grabación o fotografía contenga no solo los descriptores impuestos por una taxonomía externa, sino también los nombres que pertenecen a la comunidad. Incluso si esas palabras "no importan" para el catálogo nacional, sí que lo hacen para las personas a las que la biblioteca sirve. Mantienen vivo el conocimiento dentro de su propia ecología.
Todo bibliotecario puede participar en esta revolución silenciosa. No requiere nada más que un cuaderno, un lápiz y la disposición a escuchar. Anoten los términos que no aparecen en la base de datos. Pregunten cómo la comunidad nombra lo que valora. Creen etiquetas locales, glosarios bilingües y taxonomías paralelas. Con el tiempo, estos fragmentos formarán una clasificación diferente: una que se adapta en lugar de romperse, y que escucha en lugar de dictar.
Decolonizar una biblioteca no significa rechazar por completo los sistemas heredados; significa reconocer sus límites y sortearlos. La columna vertebral colonial no se puede eliminar de la noche a la mañana, pero sí se puede suavizar: flexibilizarla mediante el uso, contextualizarla mediante la historia, hacerla permeable mediante otros idiomas. El objetivo no es reemplazar una autoridad por otra, sino permitir que coexistan lógicas múltiples: la institucional y la comunitaria, la escrita y la oral, la universal y la local.
Catalogar una historia local, rural o indígena con una palabra dada por quienes la contaron es devolver la clasificación a su fundamento ético: reconocer que cada acto de nombrar es también un acto de relación. Y ese, quizás, sea el primer gesto verdaderamente decolonizador: hacer que el catálogo recuerde que el conocimiento no es un objeto para almacenar, sino una conversación que debe continuar.
2. Más allá de la "inclusión": hacia la justicia epistémica
El lenguaje de la "inclusión" se ha convertido en un trending topic cómodo en las instituciones culturales y educativas. Se habla de incluir las voces indígenas, las comunidades marginadas y las "perspectivas diversas". Pero la inclusión, como se practica habitualmente, a menudo se detiene en la puerta de la biblioteca. Invita a la gente a entrar sin cuestionar quién construyó la casa, quién diseñó sus habitaciones y qué muebles las ocupan. Es hospitalidad sin redistribución: un lugar en una mesa cuyo menú ya está decidido. "Te invito a entrar bajo mis propias reglas, te gusten o no".
La verdadera transformación requiere ir más allá de la inclusión hacia lo que filósofos y bibliotecarias críticas llaman justicia epistémica: el derecho de cada comunidad no solo a compartir conocimiento, sino también a definir qué se considera conocimiento en primer lugar. Este cambio nos lleva de una participación simbólica a una autoría compartida. Nos exige cambiar, no a los invitados, sino la arquitectura misma de la invitación.
En gran parte de la Latinoamérica rural, "inclusión" ha significado con demasiada frecuencia programar un evento una vez al año: un orador indígena en un día determinado, un taller de artesanía o una exposición folclórica. Estos gestos no son maliciosos: surgen de buenas intenciones. Pero reproducen una coreografía colonial: las personas indígenas, rurales y locales aparecen como intérpretes de la cultura, no como coautores de la vida intelectual de la institución. Su participación es temporal, estética y extractiva. Una vez finalizada la actividad, el orden epistémico de la biblioteca permanece intacto./
La justicia epistémica exige otra postura: ceder el puesto ante el volante. Pide a los bibliotecarios pasar de invitar a escuchar, de representar a cogobernar. Puede comenzar con una pregunta simple pero radical: ¿Quién decide cómo funciona la biblioteca? Horarios, temas, reglas de silencio o ruido, modos de aprendizaje: estos no son parámetros neutrales, sino que encarnan cosmovisiones. Para muchas comunidades indígenas y locales, el conocimiento se transmite a través del sonido, la repetición y el movimiento, no a través de las salas de lectura silenciosas que gustan tanto a los modelos occidentales. Si una biblioteca impone el silencio como su valor más alto, corre el riesgo de callar los mismos conocimientos que dice incluir.
Imaginen, en cambio, una biblioteca que permita a los mayores moldear sus ritmos. Imaginen que una reunión semanal de narradores tiene lugar al anochecer, no a las diez de la mañana. Los niños llegan después del colegio; los adultos, cuando el sol se suaviza y termina la jornada laboral. Los bibliotecarios que adaptan el horario a ese ritmo no están haciendo un favor: están practicando la justicia epistémica. El tiempo mismo se convierte en una forma de respeto.
Lo mismo ocurre con el contenido. Una biblioteca que permite a la comunidad elegir los temas del año, co-comisariar exposiciones o decidir cómo aparece el lenguaje de la comunidad en carteles y catálogos, está redistribuyendo el poder a nivel del conocimiento. La biblioteca deja de ser anfitriona y se convierte en invitada en el territorio de otros. Aprende a moverse con cuidado, a pedir permiso, a reconocer la autoridad de las epistemologías locales. Esta inversión de roles —la biblioteca como visitante— es uno de los gestos descolonizadores más profundos que una institución pública puede llevar a cabo.
La búsqueda de la justicia epistémica exige a las bibliotecas cultivar la humildad: aceptar que no siempre pueden ser el centro de la circulación del conocimiento, que existen otros archivos fuera de sus muros, otros bibliotecarios que no ostentan ese título, y otros catálogos hechos de memoria, clima y rituales. La tarea es conectar, no absorber.
Avanzar hacia la justicia epistémica también transforma la identidad de las bibliotecarias. Los profesionales dejan de ser guardianes de la información y se convierten en mediadores de diálogos y facilitadores de la reciprocidad. Esto no implica una pérdida de autoridad, sino una redefinición de la misma. En este caso, autoridad significa capacidad de convocar, de crear condiciones donde los diferentes sistemas de conocimiento puedan encontrarse sin que uno domine al otro.
En la práctica, los bibliotecarios pueden comenzar estableciendo "consejos de la memoria": pequeños grupos asesores compuestos por ancianos de la comunidad, maestros rurales, artesanos y representantes de la juventud. Estos consejos no deberían ser simbólicos: deberían tener un poder real de decisión sobre colecciones, programas y colaboraciones. Podrían adaptar el calendario de la biblioteca según el clima (ampliar el horario durante las lluvias, cerrar más temprano durante la cosecha, programar lecturas al atardecer, cuando el sol está bajo) o gestionar un presupuesto participativo. Su guía garantiza que el trabajo de la biblioteca no sea un acto de inclusión benévola, sino de auténtica gobernanza compartida.
En definitiva, pasar de la inclusión a la justicia epistémica implica reimaginar la biblioteca como una institución relacional: una que aprende tanto como enseña, que recibe tanto como da. Cuando una biblioteca entra en una comunidad no como misionera, sino como oyente, comienza a sanar las fracturas dejadas por siglos de exclusión epistémica. Se convierte en lo que siempre estuvo destinada a ser: un espacio donde muchos mundos pueden leerse y escribirse mutuamente.
3. Bibliotecas vivas: memoria que respira
Muchas bibliotecas locales se enorgullecen, con razón, de sus archivos fotográficos y sus colecciones patrimoniales. En sus paredes cuelgan imágenes en sepia de plazas, puentes y procesiones: testimonios de un pasado cuidadosamente resguardado del olvido. Sin embargo, si esas fotografías permanecen intactas, selladas en carpetas o atrapadas en un repositorio digital que nadie abre, dejan de ser memoria y se convierten en sedimento. Son fósiles: hermosos pero inertes.
La paradoja central de la preservación es esta: proteger demasiado el conocimiento a veces equivale a matarlo. La preservación se vuelve perjudicial cuando lo que debe moverse termina quedando inmóvil. Una colección puede estar perfectamente catalogada, digitalizada y respaldada en múltiples servidores, y aun así estar muerta. La razón es simple: el conocimiento solo vive a través de la relación, del uso, de la voz. Una historia que nadie vuelve a contar deja de ser una historia. Una canción que se graba pero nunca se vuelve a cantar se convierte en silencio en otro formato. El conocimiento y la memoria respiran solo cuando se los usa: cuando regresan al círculo, cuando provocan conversación y recuerdos.
Las bibliotecas no fueron concebidas para ser mausoleos de significados. En su sentido más profundo, son ecosistemas: entornos dinámicos donde las historias circulan, se transforman y se reproducen. Una biblioteca viva respira a través de sus usuarios; intercambia aire con su comunidad. Sus archivos no son cámaras frigoríficas, sino compost: materiales que nutren el nuevo crecimiento.
En muchos pueblos rurales, esa vitalidad aún existe fuera de los muros de la biblioteca. En una vereda, el acto de contar historias es el archivo. Cada narrador, cada oyente, cada interrupción añade otra capa de metadatos. El ritmo de una voz, el gesto de una mano, la risa compartida son anotaciones más vívidas que cualquier nota a pie de página. Digitalizar estas expresiones sin la calidez de su contexto es extraerlas de las condiciones que las mantienen vivas. La preservación no debe aislar.
Un modelo diferente es posible: uno que convierta la preservación en participación. Bibliotecarios y vecinos pueden empezar a transformar sus sesiones de archivo en tertulias de memoria: reuniones abiertas donde una sola fotografía se convierte en la chispa de la narración colectiva. La gente puede traer sus propias fotos, a veces descoloridas y dobladas, a veces rescatadas de baúles. Una abuela puede señalar una figura al fondo: "Ese es tu tío cuando construían la fábrica". Alguien puede tararear la canción que sonaba ese día. Un niño puede grabar las voces en un teléfono. Y en ese momento, el archivo respira de nuevo. Lo que regresa al estante no es un registro, sino una relación renovada.
Estas prácticas redefinen lo que es un repositorio. En lugar de exposiciones, los bibliotecarios pueden crear sesiones de pervivencia: espacios donde la memoria se interpreta, se corrige y se expande (llevar fotos, contar la historia, completar los nombres, cantar lo cantado, nombrar la quebrada). El evento en sí se convierte en una capa de metadatos: tiempo, participantes, sentimientos, reinterpretaciones. El registro crece no por acumulación, sino por resonancia.
Otras formas de archivo vivo pueden surgir de las realidades ecológicas:
- Trueques de semillas, donde los agricultores traen variedades locales de frijol, maíz o papa, narrando las historias que las rodean. Cada semilla lleva consigo una genealogía que pertenece a la biblioteca tanto como cualquier otro documento.
- Fonoteca del territorio, con archivos sonoros de aves, ríos y viento, grabados por niños o grupos ambientalistas. Reproducidos en sesiones comunitarias, se convierten en recordatorios de que el territorio mismo es un autor.
- Círculos de narración estacionales, alineados con los ciclos agrícolas. Estos ritmos conectan el calendario de la biblioteca con el tiempo ecológico de la región.
- Kits de memoria ambulante: grabadora sencilla, cuadernos, lápices, formularios de consentimiento escritos y en audio. La biblioteca sale de paseo.
Estas iniciativas convierten la biblioteca en un escenario para la memoria en movimiento en lugar de un museo de papel. El rol del bibliotecario cambia de custodio a facilitador, de guardián de artefactos a curador de experiencias. Su tarea no es guardar silencio, sino orquestar el diálogo entre lo almacenado y lo vivido.
Este enfoque también amplía el significado del "desarrollo de colecciones". En una biblioteca viva, la adquisición no se limita a los objetos físicos: incluye momentos, voces y relaciones. Un evento comunitario, una comida compartida, una canción local: todos son puntos de acceso potenciales a la memoria. La documentación sigue siendo importante, pero sigue el flujo de la vida en lugar de congelarlo. El objetivo no es solo salvar materiales, sino sostener el metabolismo social de la memoria: su capacidad de regenerarse mediante el intercambio.
Para mantener un repositorio vivo, los bibliotecarios pueden crear estructuras simples y recurrentes: tertulias mensuales, fiestas anuales de la memoria, o exposiciones itinerantes que devuelven los materiales a las comunidades que los produjeron. En lugar de "visitantes", los participantes se convierten en coarchivistas, añadiendo sus anotaciones al registro colectivo. En este modelo, la biblioteca deja de ser el destino final del conocimiento para convertirse en un nodo de una red de transmisión más amplia.
En última instancia, una biblioteca viva acepta que el olvido y la transformación forman parte de la ecología de la memoria. Lo que importa no es la permanencia, sino la continuidad: la capacidad del conocimiento para adaptarse, migrar y reenraizar. Preservar algo no es mantenerlo inmóvil, sino ayudarlo a seguir moviéndose en el tiempo. Una fotografía está a salvo cuando regresa, una y otra vez, a la conversación que le dio significado. Una canción se preserva cuando se canta. Una biblioteca vive cuando sus colecciones respiran.
4. Las bibliotecas como espacios de desobediencia por cuidado
Los bibliotecarios públicos en América Latina a menudo se encuentran atrapados entre dos fuerzas: las expectativas de las instituciones centralizadas —del Ministerio, de la capital, de la IFLA— y las realidades de las comunidades a las que sirven. Las directrices llegan perfectamente empaquetadas: programas de modernización, campañas de alfabetización digital, espacios de creación, kits STEM e indicadores de desempeño. Estas iniciativas, aunque bien intencionadas, a menudo conllevan la suposición implícita de que el progreso es igual en todas partes: que el camino hacia una biblioteca "moderna" está pavimentado con pantallas, métricas y tecnologías importadas.
Pero los bibliotecarios locales y rurales saben que no es así. En muchas veredas, lo que la gente necesita no es otra tablet ni un taller de codificación, sino ayuda para registrar los nombres de las aves locales, mapear los manantiales de agua o preservar las recetas de hierbas antes de que desaparezcan. Estas acciones quizá nunca se incluyan en un informe nacional, pero representan la verdadera modernización del conocimiento: arraigadas en la tierra, relacionales y sostenibles.
Esta tensión revela una verdad más profunda: la verdadera inclusión a veces requiere desobediencia. Para cuidar de la comunidad, las bibliotecarias pueden tener que ceder, retrasar, reinterpretar o resistirse discretamente a los mandatos externos que no encajan. Esto no es rebelión por el mero hecho de rebelarse. Es lo que podríamos llamar desobediencia por cuidado: la decisión ética de priorizar el bienestar de la comunidad por encima del cumplimiento burocrático.
No todos los mandatos sirven a la comunidad. No todas las modernizaciones encajan en las montañas. Desobedecer por cuidado significa decir sí a una herramienta cuando ayuda y no cuando rompe el tejido social. Significa cuidar a la comunidad, incluso si eso supone ir en contra de un modelo, un indicador o una tendencia.
La desobediencia por cuidado se basa en el amor, no en la rebeldía. Surge del reconocimiento de que los modelos universales pueden perjudicar las ecologías locales del conocimiento. Cuando una biblioteca es manejada como si fuera una franquicia de la modernidad globalizada, se vuelve ajena a las personas cuyas historias debería proteger. Cuando aprende a decir no con cuidado, recupera su autonomía. Decir no puede ser una forma de administración.
Un bibliotecario que practica la desobediencia por cuidado podría, por ejemplo, aceptar un envío de tablets, pero usarlas para registrar testimonios orales en lugar de impartir lecciones digitales estandarizadas. Podría asistir a un taller sobre Koha, pero no para replicar las normas de catalogación oficiales, sino para imaginar cómo dichos sistemas podrían adaptarse al vocabulario indígena y rural o a los metadatos locales. Podría presentar un informe que traduzca el lenguaje institucional a los modismos de la vida comunitaria, transformando, por ejemplo, la "participación del usuario" en "vecinos reunidos para compartir recuerdos". Cada una de estas acciones redefine sutilmente la dirección del flujo de conocimiento: del centro a los márgenes, y de vuelta a la tierra.
Esto no es insubordinación; es inteligencia contextual. Entiende que la modernidad debe negociarse, no importarse. Resistirse a un proyecto inadecuado no es rechazar el progreso, es exigir relevancia. Es deber del bibliotecario traducir entre mundos, garantizar que los recursos sirvan al tejido vivo del territorio y no a la lógica abstracta de una hoja de cálculo.
Abundan los ejemplos de este principio. Los bibliotecarios latinoamericanos han transformado los "programas de innovación" nacionales en proyectos locales de conocimiento. Un laboratorio de computación donado puede convertirse en un espacio para documentar catálogos de plantas ancestrales, donde los ancianos enseñan a los jóvenes a identificar especies medicinales y registrar sus usos. El proyecto puede cumplir con el requisito institucional de "inclusión digital", pero su verdadero logro es epistémico: reconecta la tecnología con el territorio. La computadora no es el mensaje ni el objetivo; es una simple herramienta, la grabadora de un diálogo vivo.
Estos gestos ejemplifican la desobediencia por cuidado como práctica de traducción y reorientación. Los bibliotecarios navegan entre lo oficial y lo local, lo estandarizado y lo situado, preguntándose constantemente: ¿Quién se beneficia de este programa? ¿A quién silencia esta métrica? ¿De quién es el conocimiento que se hace visible y de quién se borra? Estas preguntas no son obstáculos para el progreso; son su conciencia.
Practicar la desobediencia solidaria también implica construir alianzas más allá de las jerarquías institucionales. Cuando los bibliotecarios colaboran con maestros rurales, curanderas, agricultores, artesanas y narradores, forman una red distribuida de guardianes del conocimiento que ningún decreto puede controlar por completo. Estas alianzas generan lo que podríamos llamar colecciones invisibles: materiales que no están en ninguna base de datos, pero que viven en la práctica de escucha del bibliotecario. Una anécdota contada tomando un café, una receta aprendida mientras se desgranan frijoles, una canción tarareada en una reunión comunitaria, todas son formas de memoria que se resisten a la estandarización. No aparecen en catálogos, pero circulan a través de la confianza, la presencia y el cuidado.
Para las instituciones formales, estas prácticas pueden parecer menores o incluso invisibles, pero encarnan la misión más profunda de una biblioteca: sustentar la diversidad de formas de conocimiento que permiten la supervivencia de una comunidad. Demuestran que la bibliotecología, en su forma más ética, no se trata de obediencia a un modelo, sino de fidelidad a un lugar.
La desobediencia por cuidado es, por lo tanto, una metodología decolonial en ropa de entrecasa. Desmantela jerarquías no mediante la confrontación, sino mediante la redirección: mediante el arte lento y silencioso de adaptar los marcos globales a las realidades locales. Transforma al bibliotecario de un implementador pasivo a un estratega cultural, y de un intermediario burocrático a un guardián de la autonomía epistémica.
Practicarla es afirmar que la biblioteca pertenece primero a su gente, no a su protocolo. Es recordar que la medida definitiva del éxito no es el cumplimiento de una lista de verificación externa, sino la resonancia dentro de la comunidad.
La desobediencia por cuidado comienza como un susurro: un suave "quizás no por aquí". Pero, multiplicada en una red de bibliotecas, se convierte en un coro lo suficientemente fuerte como para reformular la propia política. A través de esa resistencia silenciosa, las bibliotecarias reclaman su papel como agentes éticos de transformación: no sirvientes del sistema, sino custodias de un conocimiento vivo que ningún sistema puede contener.
5. La memoria como bien común, no como propiedad
Las instituciones modernas tienden a tratar el conocimiento como una forma de propiedad, incluso como una mercancía: algo que se posee, se registra y se controla. Los proyectos de investigación, las bases de datos académicas y las industrias culturales operan bajo la lógica del capital intelectual: el conocimiento como un recurso que se extrae, se cuantifica y se vende. Sin embargo, para la mayoría de las comunidades locales, rurales e indígenas de América Latina, el conocimiento nunca ha pertenecido a un solo individuo. Circula como un bien común: una red viva de reciprocidad que se sustenta mediante el uso, no la posesión.
En América Latina, el conocimiento suele estar arraigado en las prácticas cotidianas: los calendarios de siembra de los agricultores, las recetas tradicionales, las técnicas de curación, las canciones que marcan el cambio de estación o las historias que explican el movimiento de las estrellas. Estos no son "conjuntos de datos"; son herencias compartidas, mantenidas colectivamente. Escribirlas, digitalizarlas y comercializarlas como "productos del patrimonio cultural" sin devolver nada a quienes las mantienen vivas no es preservación: es privatización.
Este proceso de captura de conocimiento se ha convertido en una de las formas silenciosas del colonialismo contemporáneo. Un investigador universitario registra las tradiciones orales de una comunidad indígena o campesina, las sube a un repositorio digital y publica un artículo académico. La biblioteca de la institución obtiene un nuevo registro; el investigador progresa profesionalmente. Mientras tanto, la comunidad solo se queda con la ausencia: su conocimiento se convierte en una cita. La extracción es intelectual, no mineral, pero la lógica es la misma.
Las bibliotecas públicas pueden actuar como guardianas de los bienes comunes, resistiendo esta tendencia extractiva y garantizando que los flujos de conocimiento se mantengan recíprocos. El primer paso es simple: reconocer que los materiales que recopilamos no son nuestros. Se nos confían bajo condiciones de cuidado. Nuestra tarea no es acumular, sino devolver.
En la práctica, esto significa desarrollar protocolos éticos que sitúen la reciprocidad en el centro de toda acción. Si una biblioteca registra historias orales, debe proporcionar a la comunidad copias —digitales o físicas— antes de depositarlas en un repositorio externo. Si digitaliza un conjunto de fotografías, debería crear exposiciones locales o álbumes impresos que devuelvan las imágenes a su lugar de origen. Si colabora con investigadores, debería garantizar que sus resultados (libros, informes, audio) sean accesibles para quienes los hicieron posibles.
El objetivo no es solo el acceso abierto, sino también el retorno abierto. La apertura sin retorno sigue centrando a la institución; la reciprocidad centra a la comunidad. Un bien común no se define por la tecnología, sino por las relaciones.
En estas redes, por ejemplo, los bibliotecarios pueden colaborar con agricultores locales y colectivos ambientales para documentar el conocimiento ancestral sobre las plantas. Cada entrada (descripción, foto o grabación) se crea en conjunto con quien la comparte. La comunidad decide qué elementos son públicos, cuáles restringidos y dónde se almacenan las copias. La base de datos resultante pertenece simultáneamente a la biblioteca y a la comunidad: un archivo compartido de memoria ecológica que resiste la mercantilización.
Estas colaboraciones también desafían las nociones convencionales de autoría. En un modelo basado en los bienes comunes, la atribución es colectiva. El conocimiento se rastrea a través de linajes, no de individuos. Una receta de té de hierbas se atribuye a las abuelas de la vereda, no a la última persona que la escribió. Esto no es vaguedad, sino precisión en un sistema relacional. Reconoce que el conocimiento surge de la interdependencia de las personas, las plantas y el tiempo.
Defender la memoria como bien común también requiere imaginación jurídica y técnica. Las bibliotecas pueden adoptar herramientas como las Etiquetas de Conocimiento Tradicional (Traditional Knowledge Labels) y las licencias comunitarias que especifican las normas locales de uso: "Solo con fines educativos", "Para miembros de la comunidad" o "Con el permiso de los mayores". Estos mecanismos, inspirados en los movimientos indígenas de soberanía de datos, permiten a las comunidades articular sus propias normas de propiedad intelectual dentro de un marco de respeto.
Igualmente importante es la negativa a participar en asociaciones extractivas. Las bibliotecas deben evaluar toda colaboración propuesta, especialmente con universidades, ONG y proyectos de digitalización, desde la perspectiva de la reciprocidad. Si un proyecto ofrece digitalización pero no ofrece beneficios, visibilidad pero no reconocimiento, debe rechazarse o renegociarse. La autoridad de una biblioteca no reside en la cantidad de sus colecciones, sino en la integridad de sus relaciones.
En un nivel más profundo, tratar la memoria como un bien común invita a un cambio espiritual en la bibliotecología. Redefine la biblioteca no como un almacén, sino como un fideicomiso, un espacio donde el conocimiento circula bajo la ética del cuidado. Las bibliotecarias dejan de ser gestoras de activos y se convierten en custodias de la reciprocidad. La medida del éxito no es la cantidad de conocimiento que la biblioteca almacena, sino cuánto restaura: a la tierra, a la gente, al futuro.
En esta visión, cada acto de catalogación se convierte en un acto de redistribución. Cada copia es una ofrenda. Cada historia registrada es una semilla que debe replantarse. Para mantener vivo el conocimiento, debemos permitir que regrese a donde respira. Esa es la esencia de un bien común: no propiedad, sino continuidad compartida. No preservación, sino regeneración. Y está al alcance de todo bibliotecario que se atreva a decir: esta memoria no nos pertenece; está con nosotros.
6. Prácticas de acceso y rechazo
En la retórica contemporánea de la bibliotecología, el acceso abierto se ha convertido en una frase sagrada. Se nos dice que el conocimiento debe ser libre, la información universal y los repositorios transparentes. Es una aspiración noble: nacida del ideal de la Ilustración según el cual el aprendizaje pertenece a toda la humanidad. Sin embargo, como muchos ideales universalistas, esconde una peligrosa simplicidad: no todo conocimiento está destinado a circular sin límites. En muchos contextos indígenas y rurales, saber implica asumir una responsabilidad, y ciertas formas de conocimiento conllevan obligaciones, rituales o prohibiciones que definen quién puede recibirlas y cuándo.
Para muchas comunidades latinoamericanas, una historia no son solo datos: es relación. Una canción cantada en una ceremonia de siembra no puede separarse de la estación ni de la tierra que le da significado. Una receta curativa pertenece a un linaje, no al dominio público. Registrar y publicar tales elementos sin contexto es despojarlos de sus coordenadas éticas y cosmológicas. En ese sentido, el acceso irrestricto puede ser una nueva forma de despojo.
Por eso, las bibliotecas deben aprender no solo a abrir puertas, sino también a cerrarlas con sabiduría. Rechazar no es censura, es cuidado. El derecho a la opacidad —mantener ciertas cosas ocultas o no compartidas— forma parte de la soberanía de una comunidad. Reconoce que el conocimiento no es una propiedad neutral, sino un vínculo vivo entre personas, territorios y espíritus. Proteger ese vínculo es proteger la vida misma. La inclusión también implica cuidar el secreto, cuando el secreto cuida de la comunidad.
Estas prácticas redefinen el significado de la transparencia. En una lógica colonial, la transparencia siempre es virtuosa, el secretismo siempre sospechoso. Pero desde una perspectiva decolonial, la opacidad es dignidad. Es el derecho de un pueblo a controlar su propia visibilidad. La exigencia de que todo sea abierto, legible y descargable a menudo sirve más a intereses institucionales y académicos que a los comunitarios. Por lo tanto, una bibliotecología crítica debe equilibrar la apertura con la protección, la curiosidad con el respeto, y el compartir con el silencio.
En la práctica, este equilibrio puede lograrse mediante protocolos de acceso definidos por la comunidad. En lugar de decidir por sí solos, los bibliotecarios pueden invitar a la comunidad a determinar los niveles de acceso:
- Materiales públicos: de libre acceso para todos los visitantes.
- Acceso local: disponible solo dentro de la localidad o para uso educativo.
- Materiales restringidos: almacenados bajo custodia comunitaria, a los que solo se puede acceder con permiso previo o preparación ritual.
Estas categorías no necesitan estar codificadas en jerga legal. Pueden existir como notas manuscritas, etiquetas de colores o acuerdos verbales. Lo importante es la claridad de intención y la comprensión compartida de que algunas formas de conocimiento requieren protección.
Igualmente vital es la capacidad de la bibliotecaria para decir no —con cortesía pero con firmeza— cuando actores externos exigen acceso sin restricciones. Cuando una universidad solicita copias de historias orales para investigación, el bibliotecario puede preguntar: ¿La comunidad lo ha aprobado? ¿Recibirán copias de los resultados? ¿Cómo se protegerán sus derechos? Cada pregunta es un pequeño acto de resistencia contra los hábitos extractivos de la academia.
El rechazo también transforma la ética interna de la biblioteca. Enseña al personal que el cuidado a veces significa abstenerse, y que la ausencia puede ser una forma de presencia. Un espacio en blanco en un catálogo, una carpeta protegida con contraseña, una grabación perdida: todo puede significar respeto, no pérdida. El silencio del repositorio se convierte en un testimonio de la ética relacional.
Estas prácticas de acceso y rechazo no aíslan a las bibliotecas: las conectan más profundamente con sus territorios. Posicionan a las bibliotecarias como mediadoras entre la apertura y la protección, entre los ideales globales y las cosmologías locales. Al hacerlo, amplían el significado mismo del acceso: ya no es lo opuesto a la exclusión, sino el arte del consentimiento.
Practicar este arte es reconocer que la verdadera inclusión no se puede forzar: debe negociarse. Requiere humildad, lentitud y diálogo continuo. Transforma la biblioteca en un espacio donde compartir es sagrado precisamente porque no es automático. Al proteger el derecho al silencio, los bibliotecarios garantizan que, cuando se habla del conocimiento, se hable con pleno consentimiento, con dignidad y con la vida aún intacta.
7. Innovación como escucha, no tecnología
La palabra "innovación" se ha convertido en un símbolo en ministerios, ONG e instituciones culturales. Evoca imágenes de impresoras 3D, drones, quioscos digitales, espacios de creación y exhibiciones de realidad aumentada: símbolos de progreso importados de las narrativas de desarrollo global. Pero en las bibliotecas rurales e indígenas, estos símbolos a menudo llegan como semillas de otro clima: no arraigan. El equipo permanece sin uso, el software caduca y la promesa de modernización se desvanece.
Lo que queda, sin embargo, es algo mucho más perdurable y sutil: la escucha. La innovación más transformadora que una biblioteca puede practicar en un contexto rural no es tecnológica, sino relacional. No comienza con un nuevo dispositivo, sino con viejas preguntas: ¿Cómo vive la gente aquí? ¿Qué necesitan de nosotros? ¿Qué ritmos configuran sus días y sus silencios?
Cuando las bibliotecarias sintonizan su trabajo con el pulso de sus comunidades, todo cambia. La innovación se convierte en una cuestión de ritmo y tono, no de maquinaria. Se trata de ajustar el latido de la institución al del territorio. Una biblioteca que cierra temprano durante la temporada de cosecha para que los agricultores puedan descansar, o que permanece abierta hasta tarde durante las lluvias, cuando los campos están tranquilos, practica el design thinking en su forma más pura. Una biblioteca que complementa los talleres de alfabetización digital con sesiones sobre cómo registrar el canto de los pájaros, las palabras ancestrales o el intercambio de semillas no rechaza la tecnología: la humaniza.
Esto es innovación como humildad: la disposición a dejarse guiar por el contexto. En lugar de imponer modelos importados de servicio, el bibliotecario observa, pregunta y se adapta. Este acto de observación —paciente, relacional, lento— es en sí mismo una tecnología epistémica sofisticada. Revela patrones invisibles para los consultores externos: cuándo se reúne la gente, cómo se comparten las historias, dónde comienzan las conversaciones. A partir de este mapa sensorial, surgen nuevos programas orgánicamente, basados en la inteligencia local en lugar de en las tendencias globales.
Redefinir la innovación también significa repensar el fracaso. En la lógica de las subvenciones y los informes, el éxito se mide por los resultados: cuántas personas asistieron o cuántos talleres se impartieron. Pero en la lógica relacional de una biblioteca rural, el éxito puede ser lo opuesto: un círculo más pequeño, conversaciones más profundas, o un silencio que invita a la reflexión. Innovar a través de la escucha implica valorar la profundidad sobre la escala, la continuidad sobre la novedad y la relación sobre las métricas.
En la práctica, este enfoque puede adoptar diversas formas:
- Sesiones mensuales de escucha: sin agenda, solo preguntas abiertas. ¿Qué se necesita? ¿Qué es innecesario? ¿Cuáles son sus sueños?
- Mapeo sensorial del territorio: un mapa elaborado por la comunidad, con hitos de la memoria: no solo calles, sino también piedras, árboles, manantiales, campos deportivos, montículos, jardines.
- Consentimiento informado que no humille ni confunda: texto claro, versiones orales, posibilidad de decir "sí, pero...".
- Reconocimiento: nombres visibles, agradecimientos, certificados locales, trueque.
- Seguridad: copias de seguridad locales (discos externos) antes de la nube; copias duplicadas en hogares de confianza; anotar dónde se encuentran.
- Cuidado corporal: horarios humanos, descansos, agua, sombra, silencio. Una biblioteca agotada no puede cuidar de nadie.
La innovación basada en la escucha es profundamente decolonial. Rechaza la equiparación colonial de progreso con imitación. En cambio, cimienta el desarrollo en el diálogo. Reconoce que el conocimiento fluye en ambos sentidos: la comunidad enseña a la institución a adaptarse, y la institución amplifica la capacidad de la comunidad para soñar. El ciclo es regenerativo, no extractivo.
En esencia, la innovación como escucha es parte de una ética de la atención. Es el reconocimiento de que la transformación no comienza con la invención, sino con la relación. Escuchar es reducir la velocidad lo suficiente como para percibir lo que el mundo ya está inventando. Es aceptar que la tecnología más avanzada en una biblioteca puede ser el oído humano, sintonizado con las frecuencias cambiantes de la tierra y las personas a las que sirve.
Cuando una biblioteca aprende a escuchar —la lluvia, el mercado, las risas en la plaza— se convierte en un instrumento resonante, en perfecta sintonía con su entorno. Su relevancia ya no depende de dispositivos importados, sino de su capacidad para reflejar lo que importa localmente. Y en esa resonancia, la palabra "innovación" recupera su sentido original: no la disrupción por sí misma, sino la renovación a través del cuidado.
Cierre. Bibliotecas que quizás no sean
En toda América Latina, mucho antes de que ningún ministerio construyera una biblioteca o imprimiera un plan de lectura, ya existían poderosos sistemas de memoria. Los cabildos, los resguardos, las mingas: esos son los repositorios vivos del territorio. Almacenan el conocimiento no en libros, sino en gestos, rituales y trabajo colectivo. En muchos casos, aún funcionan con mayor eficacia que nuestras instituciones para transmitir pertenencia, ética y continuidad. Esto plantea una pregunta inquietante para la bibliotecología moderna: ¿Qué sucedería si algunas comunidades no necesitaran otra biblioteca en absoluto?
Esto no es un llamado a la desaparición, sino a la humildad. Reconocer que la biblioteca puede no ser siempre la protagonista es honrar la diversidad de prácticas de memoria que coexisten a su alrededor. Cuando una comunidad ya sabe cómo preservar y transmitir su sabiduría, la tarea de la biblioteca no es reemplazar ese sistema, sino acompañarlo, amplificando silenciosamente lo que ya funciona.
A veces, la forma más ética de presencia es la invisibilidad parcial. La biblioteca que se retrae aún puede brindar apoyo material —un espacio, sillas, dispositivos de grabación, conectividad, incluso un archivo seguro—, pero permite que la comunidad lidere. Se convierte en una acompañante más que en una directora. Su éxito no reside en la visibilidad ni en la imagen de marca, sino en la perdurabilidad de las relaciones que propicia.
Esta noción de "biblioteca que quizás no sea" desafía el ideal occidental de permanencia. Sugiere que, a veces, una biblioteca cumple su misión disolviéndose en la comunidad que la sustenta, dejando de ser un edificio y convirtiéndose en un conjunto de relaciones, dejando de ser un catálogo y convirtiéndose en una coreografía de cuidados. Una biblioteca puede existir como un ritmo, una reunión o una conversación recurrente. Puede vivir en la risa de un círculo narrativo, en el silencio compartido del recuerdo o en el acto de replantar una semilla olvidada.
Aceptar esta fluidez no es abandonar la profesión: es expandirla. Permite que la bibliotecología se adapte a contextos donde la estabilidad y la visibilidad son privilegios, no condiciones previas. Alinea a la institución con los movimientos orgánicos de las personas a las que sirve. La biblioteca deja de ser un monumento de orden y se convierte en un proceso de acompañamiento: una estructura que aparece y desaparece según la necesidad, como la niebla sobre el páramo, que nutre incluso mientras se desvanece.
Este cierre es, entonces, a la vez un desafío y una invitación. Invita a los bibliotecarios públicos a medir su impacto no por cuánto poseen, digitalizan o controlan, sino por la atención que prestan y la disposición con la que permiten que otros lideren. Replantea el éxito como relevancia sin centralidad. Nos recuerda que empoderar a las comunidades no significa hacerlas depender de nosotros, sino fortalecer su autonomía hasta que nuestra presencia se vuelva innecesaria.
Desde esta perspectiva, la "biblioteca que quizás no sea" no es una ausencia: es una forma de completitud. Representa el momento en que una comunidad ha recuperado la plena custodia de su memoria, y el rol de la biblioteca pasa de director a testigo. Estos momentos son poco frecuentes, pero definen el horizonte ético de nuestro trabajo.
Para llevar estas ideas a la práctica, cinco principios pueden guiar a los bibliotecarios en su esfuerzo diario por lograr bibliotecas más justas y vivas:
- Una biblioteca rural no es una biblioteca urbana en miniatura. Debe hablar el lenguaje de su paisaje, sus cultivos, sus estaciones y sus silencios. La relevancia local es la primera forma de justicia.
- La bibliotecología crítica expone el poder y crea espacio para las voces locales. La neutralidad es un mito. Cada estante, cada encabezamiento de tema, cada colaboración es política. Elige tu bando: ¿quizás con los silenciados, los olvidados, los emergentes?
- Los modelos alternativos son estrategias de supervivencia. La flexibilidad, la improvisación y la adaptación no son signos de debilidad, sino expresiones de resiliencia. Las bibliotecas que se doblan con el viento perduran donde las rígidas se rompen.
- La memoria es un bien común, no una propiedad. El conocimiento pertenece a las personas. La reciprocidad y el retorno son más importantes que la posesión y el prestigio. El verdadero valor de un repositorio reside en la fortaleza de sus relaciones.
- La verdadera innovación implica escuchar y adaptarse. La tecnología puede ayudar, pero no puede reemplazar el arte de escuchar. La biblioteca del futuro no se definirá por sus dispositivos, sino por sus oídos, por su capacidad de resonar con el pulso del territorio.
Si estos principios se arraigan, las bibliotecas rurales e indígenas no solo podrían preservar el pasado: podrían participar en la creación de un futuro diferente. Uno donde el conocimiento crezca como un cultivo, compartido y replantado temporada tras temporada. Y quizás, en ese futuro, cuando miremos atrás, veremos que las bibliotecas que más importaron no fueron aquellas con los edificios o colecciones más grandes, sino aquellas que se atrevieron a ser invisibles, presentes solo como el eco de las voces de la comunidad que siguen contando su propia historia.