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La taxonomía de la ausencia (10)
Bibliotecas de ecos, archivos de silencios
Reimaginando la memoria a través del sonido
Este post forma parte de una serie que examina cómo los sistemas de conocimiento coloniales en bibliotecas, archivos y museos borran saberes indígenas, orales y ecológicos, y explora cómo podrían desmontarse y reimaginarse desde la perspectiva del Sur Global y los márgenes. Todas las entradas de esta serie pueden consultarse en el índice de esta sección.
Resonancia, no vacío
Las bibliotecas (pero también los archivos y los museos) han sido, durante mucho tiempo, templos del silencio: lugares donde se podían leer, estudiar y controlar textos en ausencia de ruidos molestos.
Ese silencio, sin embargo, nunca fue neutral. Fue el correlato acústico del literocentrismo dominante: ese que privilegia la lectura y la escritura, y que convierte la página impresa en el único vehículo válido del conocimiento.
Pero los sonidos son documentos. Y las bibliotecas (y sus asociados) ya no pueden permanecer en silencio. Deben convertirse en espacios comunes polifónicos, donde la resonancia se comisaria, se superpone y se restituye. Nada de "cabinas de escucha" escondidas en un rincón, sino cámaras de resonancia en el mismo corazón de las instituciones. Espacios en donde los usuarios puedan sumergirse en paisajes sonoros forestales, historias de ruidos urbanos o cánticos rituales bajo protocolos definidos por la comunidad. En este modelo, las bibliotecas y otros espacios similares dejan de ser guardianes de textos silenciosos y se convierten en mediadoras de la memoria auditiva: lugares en donde la escucha misma se reconoce como una forma de conocimiento.
La resonancia siempre está entrelazada con el silencio. Una pausa en un ritual, la desaparición de una cigarra del coro del amanecer, el silencio repentino en un mercado: todas esas ausencias son también documentos cargados de significado. Reconocer el archivo sonoro es también reconocer que los silencios nunca están vacíos: son presencias, relaciones y advertencias que deben leerse —o mejor dicho, escucharse— en sus propios términos.
Pero cuando se abre la puerta a las resonancias y a los silencios, surge inmediatamente la siguiente pregunta: ¿cómo gestiona la bibliotecología (y otras disciplinas del conocimiento y la memoria) esos sonidos una vez que entran en sus sistemas?
Metadatos, violencia y cuidado
La respuesta es preocupante. Una vez capturado, el sonido suele reducirse a métricas: frecuencia, duración, amplitud. La bibliotecología ha heredado y reproducido esta "violencia". Los campos MARC, los elementos Dublin Core o los descriptores MODS, entre muchos otros, aplanan la memoria sonora y la convierten en meros formatos, soportes y encabezamientos de materia. La riqueza de un canto, el croar de una rana, los chismes de una abuela o los pasos en una procesión se reducen a un puñado de parámetros técnicos.
Una bibliotecología crítica debe resistirse a esta reducción creando metadatos sonoros en capas: descriptores que registren, entre otras cosas, la función de un sonido (presagio, tratado, alarma, broma), su significado cosmológico si lo tiene, las condiciones de su activación, o los permisos necesarios para su circulación. La catalogación deja de ser una tarea técnica y neutral para convertirse en un acto político: una declaración de solidaridad con las comunidades que generan conocimiento sonoro.
Sin embargo, la descripción por sí sola no es suficiente. La opacidad también debe normalizarse. El acceso abierto —uno de los valores más preciados de las ciencias de la información— no puede aplicarse sin criterio. Algunos sonidos deben mantenerse restringidos, inaudibles o efímeros. No se trata de censura, sino de soberanía acústica: el derecho de las comunidades y los territorios a gobernar sus propios paisajes sonoros. Por lo tanto, un catálogo futuro debería incluir no solo puntos de acceso, sino también razones éticas para el no acceso. El silencio también debe indexarse.
Si los metadatos pueden herir, entonces las infraestructuras construidas sobre ellos deben replantearse. Los catálogos y los servidores no son contenedores neutrales: deciden cómo circulan resonancias y silencios, quién escucha y quién es silenciado.
Infraestructuras sonoras decoloniales
El archivo colonial extrajo sonidos y los recodificó en el interior de bóvedas del norte. Una bibliotecología decolonial debería imaginar infraestructuras que permanezcan en el territorio. Esto implica repositorios descentralizados que se gestionen localmente en lugar de mediante servidores globales remotos; procesos de catalogación participativa que se configuren según categorías de escucha definidas con los poseedores del conocimiento; o sistemas híbridos capaces de mantener unidas diferentes lógicas epistémicas —datos bioacústicos, protocolos rituales, calendarios ecológicos— sin colapsarlas en un único marco universal.
El resultado no es un registro bibliográfico, sino un mapa acústico: una constelación relacional que vincula contextos ecológicos, sociales y éticos. Los usuarios no navegan por autor, título o tema, sino por eco, timbre o silencio, descubriendo el conocimiento como una red de resonancias en lugar de como objetos aislados.
Pero las infraestructuras nunca son solo técnicas. Se materializan en instituciones. Para imaginar sus implicaciones, debemos preguntarnos: ¿cómo sería una biblioteca o un museo si realmente escuchara?
Bibliotecas como laboratorios sónicos
Aquellas instituciones de conocimiento y memoria que decidan escuchar no se limitarían a la preservación. Se convertirían en laboratorios sónicos: espacios controlados por la comunidad donde la escucha es un método. Esos laboratorios podrían reconstruir texgturas sonoras en riesgo de desaparición, diseñar paseos sonoros participativos, mantener vivo el ruido de un mercado, o restituir fragmentos de archivo robados o silenciados.
Paralelamente, los museos podrían evolucionar hacia museos de eventos en lugar de museos de objetos. Los visitantes no se verían rodeados de vitrinas, sino envueltos por paisajes sonoros cuidadosamente comisariados: los murmullos de un ecosistema, los ecos de una protesta, el pulso de un festival, o la suavidad de una confesión susurrada. La autoridad cambia consecuentemente: los curadores dejan de explicar los objetos y comienzan a mediar en los protocolos de escucha establecidos por las comunidades de origen.
Y, sin embargo, incluso estas instituciones reinventadas corren el riesgo de reproducir la obsesión archivística por la permanencia. Para ir más allá, la bibliotecología debe enfrentarse a lo impensable: que algunos sonidos nunca deberían archivarse.
Archivos que se rehúsan a la captura
Uno de los desafíos más radicales para la imaginación archivística es reconocer que ciertos sonidos no están destinados a ser almacenados. Una futura bibliotecología debe aceptar la opacidad y la impermanencia comisariada: registros que expiran con el tiempo, se desvanecen por completo, o reaparecen solo en contextos rituales.
Esta propuesta ataca la propia esencia de la ideología archivística. Sugiere que el valor puede residir no en la preservación indefinida, sino en la desaparición responsable y la incompletitud: una negativa a despojar a la memoria sonora de su carácter temporal y situado. El silencio, en este caso, no es el residuo de lo perdido, sino la forma en que un conocimiento insiste en ser recordado. Al institucionalizar la impermanencia, las bibliotecas y los archivos aceptarían que escuchar no se trata solo de capturar, sino también de dejar ir.
Tal rechazo no debilita la bibliotecología: la transforma. Si la memoria puede incluir la ausencia, entonces la propia profesión debe cambiar su ética y su identidad.
Hacia una bibliotecología de ecos
La biblioteca del futuro no solo gestionará "big data", sino también gran resonancia: grabaciones ecológicas, diarios de audio ciudadanos, archivos de escucha automática... Pero a diferencia de los océanos de datos en crudo, estas colecciones sonoras deben estructurarse en torno a relaciones vibracionales y al cuidado: decidiendo qué sonidos circulan, cuáles se mantienen invisibles u opacos, y cuáles deben desaparecer.
Esto requiere de una nueva identidad profesional. Los bibliotecarios no pueden seguir siendo meros catalogadores o tecnólogos. Deben convertirse en mediadores de resonancia: custodios de ecologías sonoras, guardianes de la opacidad, facilitadores del eco. Su tarea no es la completitud, sino la incompletitud responsable: garantizar que la memoria sonora resuene éticamente a través de las generaciones, sin romper sus vínculos con el lugar, el protocolo o el silencio.
En definitiva, hablar de bibliotecas de ecos y archivos de silencios no es una metáfora, sino un principio de diseño. Los ecos nos recuerdan que el conocimiento viaja, muta y resuena más allá de su punto de origen. Los silencios nos recuerdan que algunos conocimientos sobreviven precisamente al reprimirse. Juntos, dibujan los contornos de una institución que ya no se construye solo en la página, sino en la sustancia vibracional, efímera y relacional de la memoria misma.
Esta entrada refleja la crónica "Archivos sonoros", una reflexión narrativa sobre el mismo tema.