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Lidiando con el literocentrismo (09 de 10)

El usuario analfabeto

Sobre vergüenza, acceso y el derecho a no leer

 

Esta nota forma parte de una serie que critica el culto a la alfabetización en las bibliotecas, denunciando cómo la lectura, la escritura y el libro han sido coronados como las únicas formas válidas de conocimiento, mientras todo lo demás es silenciado, excluido o deformado para encajar en la página. Consulte todas las notas en el índice de esta sección.

 

La biblioteca y el visitante con dificultades

Entra en cualquier biblioteca pública y serás recibido con calidez. Pero tras esa bienvenida subyace una suposición: que has ido a leer.

A leer. A descifrar símbolos, a buscar en el catálogo, a comprender la señalización, a interpretar formularios, a entender las normas, a seguir instrucciones. Tanto si llegas por placer, por apoyo o por mera supervivencia, la biblioteca te recibe con un texto. Y si no puedes leer ese texto, dejas de ser un usuario. Y pasas a ser un problema.

En este contexto, el analfabetismo no se considera una condición, sino un fracaso. Una carencia. Una señal de que falta algo esencial y de que la biblioteca debe intervenir. La institución se convierte en un lugar no de acceso, sino de corrección. Y la persona que no puede o no quiere leer se convierte en alguien a quien hay que corregir.

La hospitalidad de la biblioteca se transforma en una forma sutil de violencia, basada no en la exclusión, sino en la rehabilitación.

 

Señalización, instrucción y el lenguaje del poder

Cada aspecto de la navegación en la biblioteca suele estar codificado en texto impreso. La señalización, las computadoras, los formularios de atención al usuario, las máquinas de préstamo, los catálogos digitales, los documentos normativos: todo se basa en el texto. Se presupone no solo la alfabetización, sino una muy específica: burocrática, formal, a menudo en el idioma dominante/oficial. El espacio no habla. Espera que el usuario lo descifre.

Incluso los sistemas supuestamente "accesibles" —iconos, pantallas táctiles, folletos multilingües— siguen girando en torno a la palabra escrita. Ayudan, pero no interrumpen. Facilitan el camino a quienes saben leer y escribir. No cuestionan por qué el camino es textual para empezar.

Las sesiones de formación de usuarios y la capacitación en alfabetización informacional refuerzan esta idea. Se enseña a los visitantes a buscar, citar y verificar, utilizando herramientas y convenciones académicas. No son malas destrezas, por supuesto, pero suelen presentarse como el punto obligatorio de partida. La norma. El paso necesario para convertirse en un participante informado, respetable y empoderado en la cultura del conocimiento.

No existe una vía de igual dignidad para el usuario que no puede —o no quiere— leer.

 

La vergüenza como política de acceso

Las bibliotecas rara vez reconocen la dimensión emocional de la alfabetización. La tratan como un conjunto de habilidades, y dejan de lado una potencial historia de violencia, exclusión o trauma. Sin embargo, para muchos usuarios, acercarse a un libro, un formulario o la interfaz de un catálogo no es algo neutral. Es humillante. Es un recordatorio de cuántas veces el mundo les ha dicho: estás atrasado. No estás preparado. No eres suficiente.

Las bibliotecas a menudo intentan compensarlo. Ofrecen programas de alfabetización para adultos, tutores de lectura e instrucciones simplificadas. Tales servicios y recursos tienen un enorme valor. Pero casi siempre se basan en la suposición de que es el usuario —y no el sistema— el que debe cambiar.

La vergüenza no se aborda. Se redirige: se atenúa con ayuda, se oculta con servicios, pero nunca se cuestiona como resultado estructural de un modelo centrado en la alfabetización.

El derecho a saber depende de querer aprender a leer.

 

Una biblioteca sin suposiciones

¿Qué significaría diseñar una biblioteca que no considere el analfabetismo como una deficiencia?

Implicaría construir sistemas que prioricen la voz, la presencia y la comunidad por encima de las instrucciones textuales. Implicaría crear espacios donde el conocimiento se intercambie mediante la conversación, los gestos, la memoria o la música. Implicaría reconocer que muchas formas de inteligencia, experiencia y pericia no están —ni nunca han estado— mediadas por la página escrita.

Una biblioteca así no abandonaría la lectura. Simplemente dejaría de exigirla. Daría cabida a usuarios que se desenvuelven en el mundo de forma diferente. Y trataría su presencia no como un desafío, sino como una señal de que algo importante ha estado ausente desde siempre.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 14.11.2025.
Foto: ChatGPT.