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Lidiando con el literocentrismo (02 de 10)

Estanterías sagradas

El fetiche del libro en la cultura bibliotecaria

 

Esta nota forma parte de una serie que critica el culto a la alfabetización en las bibliotecas, denunciando cómo la lectura, la escritura y el libro han sido coronados como las únicas formas válidas de conocimiento, mientras todo lo demás es silenciado, excluido o deformado para encajar en la página. Consulte todas las notas en el índice de esta sección.

 

El libro como icono

Los libros tienen poder, no sólo por lo que contienen, sino por lo que son. Su forma, permanencia y tangibilidad les confieren autoridad. Un volumen encuadernado tiene peso en todos los sentidos. En la cultura bibliotecaria, ese peso se convierte en una especie de sacralidad. Las estanterías de libros evocan tradición, disciplina, legitimidad. Señalan que el conocimiento está presente y, lo que es más importante, que ha sido ordenado, preservado y domesticado.

No se trata de un afecto neutral. Es una elección epistémica, sedimentada a lo largo de siglos. El libro no es sólo una tecnología más: se ha convertido en el centro simbólico de la identidad bibliotecaria.

En semejante rol, rara vez es cuestionado. Bien por el contrario, se lo venera. Y esa reverencia no es inocente.

Cuando el libro se convierte en sagrado, la biblioteca corre el riesgo de caer en una forma de fetichismo epistemológico: tratar el objeto como más importante que el conocimiento que transmite o, peor aún, como la única forma aceptable de ese conocimiento. El libro se convierte en un sustituto de la validez. Su presencia significa valor, mientras que la ausencia de lomo, página o título marca un vacío. No un conocimiento diferente, sino una carencia.

 

La arquitectura del culto

La estructura física de la biblioteca refleja esta priorización. Las estanterías dominan el espacio. Los catálogos se diseñan para describir unidades encuadernadas. El almacenamiento, la circulación, la adquisición: todas las capas operativas asumen el libro como su elemento nuclear.

Incluso cuando un libro es obsoleto o no se utiliza, su expurgo puede parecer un sacrilegio. Las instituciones los conservan, no necesariamente porque se consulten, sino porque confieren un sentido de gravedad cultural. En muchos imaginarios profesionales, una biblioteca sin libros no es una biblioteca en absoluto, independientemente de lo que contenga.

Mientras tanto, otras formas de conocimiento luchan por hacerse ver. La memoria oral, los rituales, las representaciones y las prácticas corporales no se ajustan necesaria o perfectamente a los sistemas de estanterías ni a los campos MARC. Se resisten a la catalogación. No pueden prestarse ni digitalizarse sin verse despojadas de contexto, ritmo y aliento.

Tal problema no se resuelve con la digitalización. De hecho, las bibliotecas digitales a menudo reproducen —y refuerzan— el andamiaje literocéntrico de sus homólogas físicas. Los libros electrónicos siguen imitando las páginas. Los campos de metadatos siguen esperando autores, títulos e ISBN. El archivo electrónico sustituye al volumen físico, pero la lógica de la centralidad textual permanece intacta. No cambia nada fundamental. La infraestructura sigue teniendo forma de libro.

 

Consagración y borrado

Este culto al libro tiene graves consecuencias. Cuando se permite que un formato material defina lo que cuenta como preservable —y, por extensión, como valioso— se excluyen mundos enteros de conocimiento.

Un canto no puede catalogarse como una monografía. Un gesto no puede conservarse mediante citas bibliográficas. Un olor, una danza, un silencio: estas formas de conocimiento, aunque vitales en muchas tradiciones orales y ecológicas, no pueden imprimirse, encuadernarse ni archivarse. Y así desaparecen del registro institucional.

Los sistemas bibliotecarios, incluso involuntariamente, cometen actos de violencia epistémica. Excluyen lo que no pueden contener. Borran lo que no pueden describir. Silencian lo que no pueden normalizar.

Y no se trata de un simple problema de inclusión. Es una cuestión ontológica más profunda: ¿Qué creen las bibliotecas que es el conocimiento? ¿Para qué tipo de memoria están construidas? ¿Qué formas de verdad honran y cuáles descartan silenciosamente?

 

Más allá del pedestal

Este no es un argumento contra los libros. Es un argumento contra su endiosamiento.

Los libros han servido —y siguen sirviendo— como recipientes vitales del pensamiento humano. Pero cuando las bibliotecas los elevan por encima de todos los demás sistemas de conocimiento, confunden un medio con un monopolio. Perpetúan la falsa creencia de que preservar el conocimiento es coleccionar páginas. Que recordar es encuadernar. Que saber es leer.

Debemos desaprender eso.

Si las bibliotecas quieren sobrevivir como instituciones de memoria relevantes —no como reliquias de la modernidad impresa— deben renunciar a su dependencia del libro como fundamento epistémico. Esto no significa descartarlo. Significa descentrarlo. Dejar espacio para archivos que zumban, para catálogos que bailan, para estanterías que resuenan con el aliento y la ruptura.

Sólo entonces podrá la biblioteca ser algo más que un monumento al papel. Solo entonces podrá convertirse en una arquitectura viva de pluralidad: un espacio donde los libros son honrados, pero no venerados.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 27.06.2025.
Foto: ChatGPT.