Notas críticas

Inicio > Notas críticas > Lidiando con el literocentrismo (01 de 10)

Lidiando con el literocentrismo (01 de 10)

La lectura es la reina

Cómo las bibliotecas coronan la alfabetización

 

Esta nota forma parte de una serie que critica el culto a la alfabetización en las bibliotecas, denunciando cómo la lectura, la escritura y el libro han sido coronados como las únicas formas válidas de conocimiento, mientras todo lo demás es silenciado, excluido o deformado para encajar en la página. Consulte todas las notas en el índice de esta sección.

 

El hechizo de la página

En la biblioteca moderna, la lectura no es sólo una práctica: es una virtud.

Es la puerta de entrada a la inclusión, la prueba de la educación, la medida de la inteligencia y la principal condición para el acceso. Sistemas bibliotecarios enteros se basan en el supuesto de que la alfabetización —definida como la capacidad de descodificar y reproducir el lenguaje escrito— es natural y necesaria.

Pero no lo es.

La lectura no es universal. No es neutral. No es inocente. Es una habilidad nacida de un proceso histórico específico, desarrollada bajo estructuras de poder particulares e institucionalizada a través de sistemas que durante mucho tiempo han excluido o borrado otras formas de conocimiento.

Y, sin embargo, en la mayoría de las bibliotecas, la lectura sigue reinando.

 

Las bibliotecas como santuarios de la alfabetización

Las bibliotecas públicas presumen de programas de lectura, retos de lectura, rincones de lectura... Los catálogos dan por sentado que los usuarios saben deletrear, teclear y buscar. La hora del cuento está diseñada para crear futuros lectores, no futuros oyentes o recordadores. Incluso la narración oral, cuando existe, se presenta como una puerta de entrada a la alfabetización, no como una epistemología legítima por derecho propio.

La arquitectura refuerza todo esto. Las estanterías se elevan como altares. La señalización habla en texto. Las interfaces exigen palabras clave. Todo el diseño espacial y tecnológico está pensado para recompensar a los alfabetizados y confundir o excluir a todos los demás.

Y detrás de los carteles bonitos y los eslóganes inclusivos, hay un mensaje más profundo: si quieres pertenecer a este lugar, debes leer. Debes aprender. Debes fingir que lo haces. Debes demostrarlo. Cada servicio, cada programa, cada interacción se inclina hacia esta exigencia tácita.

Cuando alguien entra en una biblioteca y no sabe leer —o no quiere hacerlo—, la institución no se adapta. Corrige. Inscribe a esa persona en un programa. Le entrega un folleto. Diagnostica, remedia, disciplina. La persona no-lectora se convierte en un problema a resolver. Un objetivo de intervención. Algo averiado.

Rara vez —aunque hay excepciones— la institución se pregunta si no será ella la analfabeta. Analfabeta en el gesto, en la escucha, en la memoria que no vive en el papel. Analfabeta en formas de presencia, actuación y conocimiento que no pueden escanearse, catalogarse ni archivarse.

En general, el santuario sigue siendo adorado. En el altar, las velas siguen ardiendo. Y la única oración que cuenta es la que está escrita.

 

Lo que se colecciona, lo que se financia

Las colecciones de las bibliotecas son fundamentalmente colecciones literarias.

La inmensa mayoría de los fondos, el espacio en las estanterías y la infraestructura de adquisición se dedica a libros y documentos impresos. Informes. Artículos. Manuscritos. Cualquier cosa que se quede quieta en una estantería y se comporte como un texto. Los materiales que no se basan en el texto —sonido, movimiento, silencio, gesto— suelen ser excepciones, curiosidades o herramientas de divulgación. No conocimientos.

Se clasifican bajo "diversidad", no bajo epistemología. Se utilizan para atraer financiación, entretener a los niños o mostrar el "compromiso con la comunidad". Pero rara vez, por no decir nunca, se catalogan como sistemas básicos de conocimiento, y mucho menos se tratan con el mismo rigor, presupuesto o permanencia.

Incluso las colecciones digitales reproducen este sesgo. Se invierten millones en libros electrónicos, monografías digitales y bases de datos de texto completo. Pero los archivos orales siguen estando sin presupuesto, sin catalogar y sin acceso... si es que existen. Paisajes sonoros, ceremonias, signos manuales, rutas de la memoria... desaparecen antes incluso de que se reconozca su existencia.

La idea de que el conocimiento debe ser legible —en letra impresa, en una pantalla, en una cita— nunca se cuestiona. Se trata como algo obvio, inevitable, correcto.

Pero no lo es. Es una elección. Y tiene consecuencias.

 

Qué se pierde cuando la lectura manda

Cuando la lectura es la principal vía de acceso, ¿qué queda excluido?

Tradiciones enteras de memoria corporal, transmisión intergeneracional y narración ecológica. Formas de conocimiento que se transmiten a través de las manos, la respiración y el tiempo, no del papel. Comunidades que enseñan a través del canto, el ritual, el olor o el silencio. Ancianos que transmiten historias enteras a través de la cadencia, los gestos y la presencia. Personas que saben, con profundidad y precisión, pero cuyos conocimientos no viven en la página, y nunca han necesitado hacerlo.

No son conocimientos alternativos. Son otras epistemologías —completas, coherentes, probadas durante siglos— que simplemente no hablan en párrafos.

Al privilegiar la alfabetización, las bibliotecas han participado a menudo —voluntariamente o no— en un sistema más amplio de epistemicidio: la muerte lenta y sistémica de otras formas de conocimiento. Una muerte del saber y la memoria no por incendio o robo, sino por omisión, sustitución y negligencia.

Por supuesto, hay razones históricas para privilegiar la alfabetización. Las bibliotecas nacieron como "contenedores de libros", templos de la palabra escrita. Pero si esperan ser espacios de información, conocimiento y memoria —y no sólo mausoleos de texto— tienen que abandonar esa posición. O al menos desaprenderla.

Porque cuando la lectura manda, todo lo demás mendiga reconocimiento. O muere esperando.

 

Hacia una imaginación postliteraria

No se trata de abandonar la lectura. Esto es un llamamiento a destronarla.

Desbancarla de su pedestal como prueba definitiva de inteligencia, patrón del aprendizaje, o requisito para la legitimidad. Dejar de pretender que la lectura es el único camino hacia el significado, la única prueba de conocimiento, la única forma aceptable de trabajo intelectual. Y hacerlo para poder construir bibliotecas que no confundan "acceso a la lectura" con "acceso al conocimiento". Porque no es lo mismo.

La lectura es una herramienta. Una muy poderosa. Pero no es neutral, ni universal. Y cuando una única herramienta se convierte en un requisito obligatorio, deja de ser una herramienta y se convierte en una puerta.

¿Y si una biblioteca pudiera ser un lugar para escuchar? ¿Para sentir? ¿Para recordar con el cuerpo, no con la página? ¿Para transmitir en lugar de transcribir? ¿Y si el significado no tuviera que almacenarse, sino transportarse, cantarse, compartirse, repetirse?

¿Y si la presencia fuera suficiente?

Hasta que no rompamos el hechizo de la lectura como virtud —ese dogma silencioso que equipara alfabetización con valor—, las bibliotecas seguirán siendo templos de una única epistemología. Y todas las demás tendrán que mendigar la entrada.

O colarse por las rendijas.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 13.06.2025.
Foto: ChatGPT.