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Crónicas de un biblio-naturalista

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Saberes y memorias silenciadas en los trópicos (01)

Donde el conocimiento tiene muchos nombres

Sistemas de conocimiento tropicales más allá de la ciencia occidental

 

El paisaje que recuerda

Si caminas lo suficiente en el vientre del bosque tropical, el aire se espesa con la memoria que flota allí. El olor a tierra húmeda, a hojas en descomposición y a micelios expandiéndose y conectando todo se aferra a tu piel. Un aguacero repentino, tan breve que apenas deja charcos en el suelo, libera un aroma nuevo, de algo antiguo, algo que sabe. Algo que (se) recuerda.

Los árboles aquí tienen nombres que no encontrarás ni en revistas científicas ni en tu gastada guía botánica. A menudo se nombran por lo que hacen, por la razón de su existencia. Los que con sus raíces y tallos abrazan a otros árboles. Los que susurran antiguas canciones cuando el viento agita sus hojas anchas y rugosas. Incluso los que curan quemaduras, silencian fiebres o llaman a las lluvias.

Estos nombres no están escritos, pero perduran. Se transmiten de voz en voz, de mano en mano, de generación en generación, a través de dedos que trazan las venas de las ramas, a través de pies que sujetan la tierra, a través de nuevas voces que honran a otras antiguas, ya idas.

De alguna manera, la ciencia siempre ha estado aquí. Simplemente no estaba escrita en términos académicos.

 

El mito del descubrimiento

En bibliotecas, archivos y museos hay una historia sobre la gran era del descubrimiento: cómo los trópicos fueron encontrados, reconocidos y estudiados. Cómo sus secretos fueron deshenebrados y almacenados en hojas impresas, llenando kilómetros de estanterías en algún lugar lejano. Es la historia de la ciencia occidental llegando para iluminar, comprender y explicar un mundo desconocido.

Pero los trópicos nunca fueron desconocidos.

Antes de que el primer naturalista pusiera un pie en el Amazonas, en la Orinoquía o en las islas de Guna Yala, y antes de que el primer bibliotecario o archivero comenzara a catalogar lo que esos naturalistas producían, ya había habido gente que había cartografiado y descrito sus ríos, montañas y costas. No en papel, sino en narrativas orales, en documentos gráficos, en artefactos tridimensionales. Allí recopilaron y transmitieron cuidadosamente el sabor y el movimiento de las aguas, los infinitos colores de los bosques, las formas de las piedras, las voces de los animales. Trazaron los vuelos de aves y mariposas, el olor de los helechos y musgos, la profunda lógica de los suelos...

Sin embargo, cuando estos paisajes ingresaron a los archivos científicos, a las bibliotecas y a las colecciones de herbario, llegaron despojados de su contexto original. Las hojas prensadas, etiquetadas con nombres académicos, no mencionaban las manos que las identificaron primero. Las descripciones zoológicas citaban las expediciones que recolectaban los especímenes, pero no a los guías que los llevaron hasta los escarabajos, las caracolas o las orquídeas. El registro escrito permaneció, pero los guardianes originales del conocimiento desaparecieron: mal clasificados, sin traducir, ignorados. Ninguneados.

Llamar "primitivo" a este conocimiento era un hábito común en aquella época; tal vez un error, quizás incluso un insulto. No eran "mitos": eran metodologías. No eran meras "tradiciones": eran experimentos repetidos a lo largo de generaciones. Si esos sistemas hubieran sido alojados en universidades, escritos en el lenguaje formal de la ciencia, se celebrarían como unos de los mayores logros intelectuales de la humanidad.

Pero eran hablados. Razón de sobra para que fueran ignorados.

 

Ciencia tropical antes de los científicos

Podemos rastrear las huellas de estas narrativas perdidas en el propio paisaje.

El Amazonas (o el Congo, o Borneo), asumido durante mucho tiempo por los ecólogos occidentales como una selva virgen e intacta, lleva las marcas de manos humanas. Bolsas de suelo inusualmente fértil —terra preta, o tierras oscuras amazónicas— revelan los vestigios de una ecología artificial ancestral. Las comunidades indígenas transformaron la tierra mediante la quema controlada, el compostaje orgánico y adiciones ricas en microorganismos, creando uno de los suelos más resilientes del mundo. La selva, lejos de ser salvaje e intocada, es en muchos aspectos un ecosistema construido por el ser humano.

En Mesoamérica, el sistema de milpa —maíz, frijol y calabaza— no era solo un método agrícola, sino una forma de ingeniería agroecológica. Hasta hoy, estos cultivos se apoyan y protegen entre sí, manteniendo la fertilidad del suelo y minimizando las plagas. No era una agricultura de mera subsistencia: era un sistema inteligente, autorrenovable, diseñado para la sostenibilidad.

A lo largo del Caribe (pero también en Polinesia y Melanesia), las comunidades costeras desarrollaron complejos sistemas de gobernanza para la gestión de los arrecifes de coral. Las restricciones pesqueras no eran impuestas por gobiernos, sino tejidas en cantos, ceremonias y tabúes que aseguraban la supervivencia a largo plazo de los ecosistemas marinos. Era conservación científica codificada en la propia cultura local.

Cada uno de esos sistemas estaba arraigado en la observación profunda, el ensayo-error, y la adaptación a lo largo del tiempo. Eran empíricos, basados en datos y diseñados para la resiliencia. Se fundaban en un conocimiento profundo de la biodiversidad, en los ritmos de su música y en la identidad de sus intérpretes.

 

¿Qué sucede cuando se borra el conocimiento?

No reconocer estos sistemas por lo que realmente eran no fue, en términos generales, un accidente. Fue una afirmación de poder. Porque nombrar algo es reclamarlo. Y borrar los nombres que vinieron antes es invisibilizar a quienes los pronunciaron.

Durante siglos, los exploradores documentaron la biodiversidad sin mencionar a quienes primero la conocieron. La medicina occidental extrajo curas de los bosques sin dar crédito a los sanadores que primero descifraron su química. Los cartógrafos coloniales trazaron ríos por los que fueron guiados y los marcaron con nombres propios.

Esto no es solo una nota al pie de la historia. Sigue ocurriendo hoy.

Las farmacéuticas patentan medicamentos basados en plantas utilizadas durante siglos, con poco o ningún reconocimiento a las comunidades que las preservaron. Los conservacionistas crean áreas protegidas que, en algunos casos, terminan desplazando a las mismas personas que durante generaciones han mantenido la biodiversidad. Las publicaciones científicas dependen de guías locales, intérpretes y asistentes de campo, cuyas contribuciones suelen quedar invisibles en la cita final, en un ejercicio intolerable de extractivismo académico.

Los registros de este borrado existen. En bibliotecas, archivos y museos… En especímenes mal etiquetados. En notas al pie que mencionan a un anónimo "informante nativo". En diarios de campo donde se extrajo conocimiento, pero nunca se reconoció.

Las huellas del extractivismo académico permanecen, enterradas en los márgenes de la historia. Pero bibliotecas, archivos y museos no solo documentan pérdidas: también pueden restaurarlas. Si observamos con suficiente atención, si estamos dispuestos a leer más allá de la cita, más allá de la ficha catalográfica, más allá del nombre en latín, quizás encontremos los nombres que fueron silenciados y el conocimiento que nunca se perdió del todo, sino que solo ha estado esperando ser reconocido.

Esto no es solo una cuestión de justicia. Es una cuestión de precisión. ¿Cuánto conocimiento hemos perdido porque no supimos reconocerlo cuando no estaba escrito en una forma familiar?

 

Un futuro donde la ciencia sea un diálogo, no un monólogo

Reconocer estos sistemas de conocimiento no significa rechazar la ciencia occidental: significa ampliarla. Implica comprender que el conocimiento científico no fue algo introducido en los trópicos, sino algo que siempre ha existido aquí.

El futuro de la conservación, la resiliencia climática y la investigación en biodiversidad depende de escuchar los saberes y los recuerdos que no están solo en los libros, sino en los paisajes, las lenguas y la memoria viva. Documentos, todos ellos, sin importar su forma ni su material.

También depende de cómo los leamos. La función de bibliotecas y archivos no es solo almacenar conocimiento y memoria, sino interrogarlos. Examinar sus propios silencios. Revisitar los mapas, los manuscritos, los especímenes, y preguntarnos: ¿Qué falta? ¿Qué nombres fueron omitidos? ¿Qué conocimiento ha estado esperando ser escuchado?

La ciencia no debería ser un monólogo. Debería ser un diálogo entre mundos, entre historias, entre formas de conocer.

Los trópicos nunca fueron descubiertos. Pero tal vez ha llegado el momento de redescubrir cómo escucharlos.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 27.02.2025.
Foto: Flor de ceibo barrigón (Pseudobombax septenatum) caida en el bosque del Monumento Natural Isla Barro Colorado, Panamá. © Edgardo Civallero, 2025.