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Archivística ecosemiótica desde el bosque nublado (01)

El bosque no olvida

Primeros pasos en archivística ecosemiótica

 

Un bosque que recuerda olvidando

En los bosques alto-andinos cercanos a Bogotá, Colombia, al igual que en muchos otros ecosistemas similares, la memoria no reside en archivos ni en monumentos.

Circula a través de la materia.

Se filtra, se descompone y se reconfigura. Mientras que los repositorios institucionales buscan la estasis —congelar los documentos contra el tiempo—, el bosque mantiene la continuidad informativa a través de la transformación. Recuerda desmontando, alimentando el presente con los residuos del pasado.

Para los archiveros, bibliotecarios y museólogos, esto desafía una ortodoxia heredada: que la mejor forma de proteger la memoria es mediante el control y la contención. El bosque propone un paradigma alternativo: que los sistemas de memoria pueden ser resilientes precisamente porque permiten la descomposición. De hecho, están diseñados para ello.

Estas observaciones no son una metáfora ni una alegoría. Constituyen la base preliminar de lo que he dado en llamar archivística ecosemiótica: una forma de pensar sobre los sistemas de memoria que no se basa en modelos institucionales, sino ecológicos. Si los archivos, las bibliotecas y los museos quieren seguir siendo infraestructuras significativas en una época de crisis planetaria, tal vez deban aprender del bosque; no para imitarlo, no para una biomímesis superficial y barata, sino para comprender cómo persiste la memoria a través del entrelazamiento, la transformación y la descomposición.

 

La descomposición como práctica de memoria

La descomposición en el bosque no es solo un proceso biológico, sino una forma de reconfiguración de la información. La materia orgánica que se descompone no desaparece, sino que se redistribuye a través de los distintos estratos ecológicos. Las hojas, las cortezas, los frutos y los cadáveres se reducen a moléculas y son absorbidos por redes de hongos, comunidades microbianas y raíces. Estos materiales redistribuidos conservan marcadores espaciales y temporales —concentraciones de nitrógeno, trazas isotópicas, patrones de colonización fúngica— que dan testimonio de su origen y su trayectoria de transformación.

Este proceso ofrece un modelo material de evaluación en la práctica de gestión de conocimiento y memoria: la selección, reevaluación y eliminación de información basada no en la permanencia, sino en la relevancia, la reutilización potencial y la utilidad (ecológica). A diferencia de los marcos formales de evaluación, que a menudo presuponen criterios estables y supervisión humana, el bosque realiza su evaluación a través de una suerte de interacción contingente. El contexto determina qué se conserva y de qué forma. El sistema no se pregunta qué debe ´reservarse indefinidamente, sino qué puede metabolizarse en procesos continuos.

Es importante destacar que este metabolismo no es caótico. Está muy estructurado, y se encuentra distribuido entre los distintos agentes ecológicos: los hongos regulan la disponibilidad de nitrógeno, los detritívoros aceleran la descomposición en función de la humedad y el pH, y las comunidades microbianas cambian en respuesta a la composición del sustrato. El bosque edita con precisión. Y sin un comando central.

 

El humus como metadatos contextuales

Uno de los más importantes productos finales de la descomposición, el humus, no es un material neutral desde un punto de vista informativo. No contiene registros discretos ni unidades legibles, pero alberga datos químicos, microbianos y estructurales en capas que reflejan una historia de transformación. Los ecólogos del suelo suelen extraer estos datos para reconstruir el uso pasado del sustrato, la composición de las especies, la variación climática y las perturbaciones ambientales.

En términos de gestión de conocimiento y memoria, el humus funciona como una forma de metadatos residuales: los rastros acumulativos, a menudo involuntarios, que dejan los documentos, los usuarios y los sistemas. Algunos ejemplos en entornos digitales son los historiales de archivos, los registros de versiones, las variaciones de sumas de comprobación, los metadatos residuales tras una eliminación, y los códigos de formato incrustados. Estos rastros no reproducen el objeto "original", pero ofrecen un contexto denso para la interpretación, a menudo más rico que el propio objeto.

El bosque, entonces, nos enseña que para mantener un significado no se requiere de una preservación completa. La parcialidad y la degradación pueden generar poderosos marcos interpretativos, especialmente cuando el sistema conserva la coherencia relacional. Al igual que el compost mantiene la información a través de patrones químicos, un registro de copia de seguridad o un registro derivado puede revelar rutas críticas de uso, modificación o reinterpretación.

 

De la custodia al compostaje: un cambio en la función profesional

Aceptar la descomposición como una función epistémica válida exige un cambio en la forma de conceptualizar el trabajo de la memoria. Los profesionales de archivos, bibliotecas y museos suelen recibir formación en ética custodial: preservar, proteger y mantener la integridad de los materiales. Este espíritu parte del supuesto de que la pérdida es un fracaso que debe evitarse mediante la redundancia, la digitalización o la migración.

Pero el bosque sugiere una función alternativa: la de un compostador semántico, un profesional que se encarga de supervisar los procesos de descomposición. En esta función, el énfasis no se pone en la preservación por sí misma, sino en diseñar una descomposición que deje residuos significativos. La preservación digital, por ejemplo, puede adoptar la idea de que ciertos elementos (capas de interfaz, registros de acceso, anotaciones de los usuarios) sobrevivan más tiempo que el objeto principal, y que estos puedan ser formas valiosas de memoria.

Además, el compostaje es una práctica situada. No existe un protocolo universal sobre qué se descompone y cuándo. El contexto —ecológico, social, tecnológico— determina la secuencia. Esto concuerda con las críticas recientes a las normas universales de preservación (por ejemplo, los modelos ISO) y exige enfoques situados, adaptativos y regenerativos del trabajo de la memoria.

 

Hacia una teoría del olvido resiliente

Lo que el bosque alto-andino demuestra, en términos prácticos, es que el olvido no es lo contrario de la memoria. Es parte de su infraestructura. El bosque mantiene la continuidad no resistiéndose a la entropía, sino incorporándola a su sistema epistémico. La pérdida de la forma no implica una pérdida del significado. Más bien, el significado muta. Se asienta en nuevos portadores. Fertiliza lo que viene después.

En el campo de la gestión de conocimiento y memoria, esto desafía la metafísica de la estabilidad y la suposición de que la preservación requiere identidad a lo largo del tiempo. El bosque ofrece una ontología alternativa de la memoria: la persistencia relacional a través de la transformación. La memoria sobrevive no en lo que permanece inalterado, sino en lo que vuelve a entrar en el ciclo de uso.

Este concepto se alinea con los discursos emergentes en la teoría archivística poscustodial, la preservación digital crítica y las epistemologías del Sur, todos los cuales cuestionan los sesgos coloniales, institucionales y tecnológicos incrustados en las lógicas de preservación. El bosque aporta un ejemplo práctico de infraestructura de memoria distribuida, rica en contexto y adaptable.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 09.10.2025.
Foto: ChatGPT.