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Saberes y memorias silenciadas en los trópicos (08)
Construyendo el archivo vivo
Trabajo de memoria comunitario, archivos experimentales y bibliotecología radical en los trópicos
La extracción epistémica y el mito de la ausencia
En los trópicos, la ciencia colonial no sólo se llevó oro o caucho. También extrajo conocimiento. Junto a los frascos con especímenes y los dibujos botánicos llegaron los sistemas de clasificación, las herramientas de documentación y la maquinaria burocrática del imperio. Lo que se recogía no era sólo material: era significado, desprendido de sus raíces culturales y reempaquetado en archivos metropolitanos.
Este proceso creó una ausencia deliberada. Cuando el conocimiento indígena o local no era legible dentro de los marcos coloniales, se lo trataba como si no existiera. Y, sin documentación que lo recogiera, terminó por volverse invisible. El archivo se convirtió en prueba de presencia; la ausencia de ciertas voces se convirtió en una justificación para seguir extrayendo.
Sin embargo, los sistemas de conocimiento locales no desaparecieron. Se deslizaron hacia otros espacios: el ritual, el aprendizaje, el trabajo diario y la repetición oral. Sobrevivieron no resistiéndose al cambio, sino adaptándose de formas que el archivo no logró ver.
Archivos vivos y continuidad incorporada
Un archivo vivo no es una metáfora. Es un sistema de memoria real y funcional que trabaja al margen de las normas de escritura, almacenamiento y control institucionales. A diferencia de los archivos tradicionales, que dan prioridad a la estabilidad, la fijación y la recuperabilidad, los archivos vivos funcionan a través de la repetición, la representación y la transmisión situada. No congelan el conocimiento, sino que lo mantienen en movimiento.
Estos archivos viven en rituales, rutinas de trabajo, narraciones, gestos y prácticas estacionales. Su autoridad no procede de la procedencia o la catalogación, sino de la coherencia en el contexto. Un canto es válido porque produce el resultado correcto en el momento adecuado. Una receta tiene valor porque se comparte en condiciones específicas, por la persona apropiada, en el lugar preciso.
Los archivos vivos no separan el registro del uso. No existe una versión final del conocimiento: sólo formas provisionales, siempre ajustadas a las condiciones sociales, ecológicas o cosmológicas del momento. Lo que importa no es el documento estático, sino la alineación relacional entre personas, tiempo, lugar y propósito.
En lugar de depender de estanterías o servidores, estos archivos se distribuyen por comunidades y paisajes. Se actualizan con la práctica, no con anotaciones. Y no pretenden preservar el pasado por el mero hecho de hacerlo: buscan mantener un presente inteligible a través de las generaciones. En este sentido, no son una alternativa a los archivos "reales". Son archivos, sólo que estructurados en torno a una lógica diferente: la de la receptividad, la reciprocidad y la personificación.
Repensar la autoridad de los archivos
Si la memoria se mantiene viva en cocinas y bosques, ¿qué significa eso para la autoridad de los archivos tradicionales? La respuesta no es digitalizarlo todo o construir nuevas plataformas. Es replantearse los supuestos que subyacen a esas acciones.
El control sobre la memoria debe corresponder a las comunidades que la viven. No se trata sólo de dar "acceso" o "reconocimiento", sino de permitir que la gente dé forma a cómo se enmarca, comparte y utiliza su conocimiento. Esto significa que el poder de los archivos debe ser relacional, negociado, no centralizado.
También significa reconocer que muchos sistemas de conocimiento no están organizados por categorías o taxonomías, sino por relaciones entre personas, lugares, estaciones y espíritus. Tratar de encajarlos en esquemas fijos no hace sino aplanarlos. Lo que se necesita es una forma de indexar que pueda contener matices, capas y cambios a lo largo del tiempo, sin pretender que el conocimiento deba dejar de evolucionar para ser legítimo.
Infraestructura de memoria sin planos
Nada de esto es metafórico. No se trata de gestos simbólicos hacia mundos perdidos. Son sistemas de memoria en funcionamiento: muestras de madera anotadas por los ancianos, rituales de narración de historias con capas y capas de taxonomía, o talleres comunitarios que transmiten tanto el conocimiento como las condiciones para su supervivencia. No se rigen por calendarios institucionales ni normas archivísticas, pero funcionan porque están integrados a la vida cotidiana.
No se sustentan sólo en el orgullo cultural, sino también en el trabajo compartido, recíproco y responsable. La memoria es coproducida por quienes la recuerdan, quienes la interpretan y quienes la transmiten. No necesita estar congelada para ser fiable. Sólo necesita seguir teniendo sentido en su contexto.
Estos archivos no buscan ser incluidos en el registro institucional. Están construyendo sus propios términos de continuidad: táctiles, sensibles, parciales y profundamente situados.
Hacia un futuro diferente para los archivos
Tomarse en serio estos sistemas significa aceptar que el futuro del trabajo de la memoria no consiste en mejorar las plataformas o aumentar los metadatos. Se trata de cambiar la gramática de lo que consideramos conocimiento válido. Ese cambio no vendrá de un nuevo software, sino de alianzas con quienes han conseguido mantener viva la memoria sin necesidad de permiso, financiación o reconocimiento.
También requiere abandonar la idea de que el conocimiento debe estar quieto para ser real. Los archivos vivos nos recuerdan que el movimiento no es una amenaza para la memoria: es la condición para su supervivencia.