Decolonizando mi biblioteca (11 de 15)

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Decolonizando mi biblioteca (11 de 15)

Transformando las bibliotecas en centros colectivos insurgentes

Construcción de colecciones centradas en la comunidad

 

Este post forma parte de una serie que revisa el descolonialismo en bibliotecas, archivos y otros espacios similares, desde la perspectiva del Sur Global y los márgenes, y cómo el colonialismo afecta a las colecciones, el personal, los servicios, las actividades, las políticas y los resultados. Todas las entradas de esta serie pueden consultarse en el índice de esta sección.

 

Introducción

En el ámbito de la gestión del conocimiento y la memoria, ha ido consolidándose una noción que implica no sólo un cambio metodológico, sino una reconfiguración profunda del papel político de las bibliotecas: las colecciones centradas en la comunidad.

Esta idea no se limita a modificar el tipo de materiales que se conservan o la manera en que se catalogan, sino que propone una transformación del vínculo entre las instituciones bibliotecarias y los territorios que habitan. En lugar de ser espacios que proveen servicios de manera vertical, las bibliotecas pasan a ser plataformas horizontales donde se activa la colaboración, se escucha lo silenciado y se gestan procesos colectivos de resistencia, memoria y acción.

Este giro encuentra su impulso en lo que podríamos llamar una insurgencia comunitaria: un posicionamiento que interpela y desafía los marcos tradicionales —a menudo jerárquicos, eurocéntricos y coloniales— sobre los cuales se han construido las bibliotecas como instituciones. En lugar de reproducir las lógicas institucionales que priorizan la acumulación de saberes legitimados desde el poder, la insurgencia comunitaria propone desmontar esas estructuras y abrir paso a prácticas de co-creación cultural, donde el conocimiento y la memoria se construyan con, desde y para las comunidades.

Este texto explora las implicaciones de ese desplazamiento: cómo puede una biblioteca activar procesos de memoria situada, qué formas puede adoptar esa colaboración, y cuál es el potencial transformador —no solo para las colecciones, sino para las relaciones sociales— de asumir la biblioteca como espacio colectivo de poder.

 

De depositarios pasivos a agentes implicados

Durante mucho tiempo, las bibliotecas fueron concebidas como guardianas neutrales del conocimiento, operando bajo el supuesto de que el acceso libre a la información bastaba para democratizar el saber. Sin embargo, ese modelo —que privilegia las voces “autorizadas” y los sistemas formales de validación— ha demostrado ser insuficiente y, en muchos casos, excluyente. Las decisiones de qué se conserva, cómo se organiza, qué se expone y qué queda fuera, han respondido históricamente a criterios institucionales, muchas veces determinados por agendas académicas, políticas o empresariales que refuerzan visiones hegemónicas del mundo.

En contraste, las colecciones centradas en la comunidad proponen invertir esa lógica. Se trata de reconocer que el conocimiento no es neutro, y que todo proceso de conservación es también una operación de poder. Por lo tanto, una biblioteca comprometida con su territorio no puede limitarse a custodiar materiales: debe involucrarse activamente en su construcción junto con las personas que viven, resisten, crean y sueñan en ese mismo espacio. La labor bibliotecaria deja de ser una tarea técnica y se convierte en una práctica situada, que reconoce la necesidad de abrirse a otras formas de saber, muchas veces invisibilizadas o deslegitimadas por los marcos institucionales tradicionales.

En esta perspectiva, las bibliotecas ya no se presentan como intermediarias entre el conocimiento y el público, sino como aliadas estratégicas en procesos de memoria comunitaria. Por ejemplo, construir una colección junto a movimientos sociales, activistas locales o pueblos originarios implica no solo registrar documentos u objetos, sino participar en la creación de relatos colectivos que escapen a los silencios impuestos por los archivos oficiales. Este tipo de prácticas no sólo amplían los márgenes de lo conservado, sino que fortalecen el sentido de pertenencia y el protagonismo de las comunidades en la definición de su propia historia.

 

Co-creación como práctica política

La co-creación no debe entenderse como una apertura puntual a la participación comunitaria, sino como una reconfiguración de las relaciones de poder que estructuran la vida institucional de la biblioteca. Implica invitar a colectivos, vecinas, pueblos indígenas, trabajadores, estudiantes o artistas no sólo a sugerir materiales, sino a participar de forma activa en las decisiones sobre qué se conserva, cómo se nombra, qué se muestra, y bajo qué criterios se organiza la colección.

Esto requiere, por parte de las bibliotecas, una disposición real a ceder poder y a desjerarquizar sus procesos internos. Supone reconocer que las formas tradicionales de clasificación, descripción o curaduría muchas veces imponen una mirada externa que puede distorsionar o reducir las complejidades de las memorias locales. Por eso, la co-creación implica también una revisión crítica de las herramientas técnicas utilizadas en la organización del conocimiento, para permitir que sean las propias comunidades quienes definan cómo quieren ser nombradas, representadas y narradas.

Asimismo, la co-creación exige ampliar la noción de qué cuenta como conocimiento. Las bibliotecas centradas en la comunidad deben estar dispuestas a incorporar saberes orales, materiales efímeros, formatos no convencionales como fanzines, carteles, audios, textiles, podcasts o bitácoras colectivas. Estas expresiones, lejos de ser "menores" o "alternativas", constituyen vehículos fundamentales para preservar y compartir experiencias que, de otro modo, seguirían siendo ignoradas por las estructuras de archivo tradicionales.

 

La biblioteca como espacio de poder colectivo

Cuando una biblioteca adopta una lógica de co-creación comunitaria no sólo transforma su acervo: redefine su lugar en el ecosistema social. Se convierte en un nodo activo desde donde las comunidades pueden articularse, organizarse y producir sentido. El espacio bibliotecario deja de estar pensado únicamente como sitio de consulta o lectura, para convertirse en un lugar de encuentro, formación, conspiración y resistencia.

Este nuevo rol implica habilitar condiciones materiales concretas: ofrecer espacios para asambleas, talleres, proyecciones o eventos culturales que respondan a las inquietudes del territorio. Implica también facilitar el acceso a recursos que permitan a las comunidades impulsar sus propios proyectos: desde asesorías técnicas y formación digital, hasta apoyo para la creación de archivos independientes o la producción de contenidos propios.

En este marco, la biblioteca se convierte en una aliada estratégica en procesos de transformación social, capaz de poner a disposición sus infraestructuras y saberes para fortalecer la autonomía y la capacidad organizativa de los colectivos locales. Es, en el mejor de los casos, una institución que deja de hablar "por" la comunidad para hablar con ella, desde una implicación ética, política y afectiva.

 

Construyendo un marco sostenido

Implementar una colección centrada en la comunidad no es un gesto simbólico ni un proyecto puntual. Es un proceso que requiere continuidad, compromiso y una estructura clara. Esto implica, en primer lugar, construir alianzas sólidas y de largo plazo con organizaciones comunitarias, líderes territoriales, activistas y colectivos de base. Estas alianzas no deben pensarse como relaciones de servicios, sino como formas de coproducción de conocimiento, donde el diálogo y el respeto mutuo sean la base de toda colaboración.

Asimismo, es fundamental generar mecanismos estables de consulta y participación. Las bibliotecas pueden organizar mesas de trabajo, comités editoriales o grupos curadores formados por integrantes de distintas comunidades, que participen en las decisiones sobre selección, catalogación y difusión de los materiales. Esta estructura garantiza que la participación no se reduzca a una consulta cosmética, sino que incida realmente en la construcción de las colecciones.

Otro aspecto central es garantizar la accesibilidad. Esto implica pensar en formatos diversos, considerar los niveles de alfabetización presentes en la comunidad, traducir contenidos a lenguas locales o indígenas, y asegurar que los espacios físicos sean navegables y acogedores para todas las personas. Finalmente, es importante reconocer públicamente las contribuciones comunitarias, dar crédito, celebrar sus aportes y generar formas de devolución que alimenten el vínculo y fortalezcan la confianza.

 

Conclusión

Asumir la construcción de colecciones centradas en la comunidad no es simplemente actualizar las políticas de adquisición o enriquecer el acervo con materiales diversos. Es, ante todo, un acto político que cuestiona los marcos históricos de validación del conocimiento, y que propone reimaginar la biblioteca como un espacio de disputa, creación y cuidado colectivo. Es reconocer que la memoria no es una acumulación de objetos, sino un proceso vivo, situado y conflictivo, que sólo puede sostenerse si se construye con quienes habitan el territorio y con quienes han sido sistemáticamente silenciados.

Las bibliotecas, si asumen este desafío, pueden convertirse en verdaderos centros de poder comunitario. Espacios donde se resguarden las memorias que importan, donde se multipliquen las voces marginadas, y donde el conocimiento vuelva a ser un bien común al servicio de la vida digna, la justicia social y la imaginación política.

 

Acerca de la entrada

Texto: Edgardo Civallero.
Fecha de publicación: 25.03.2025.
Foto: "Collective memory", por Rosa Leyva Delgado. En ArteNet [Enlace].